No sé si he comprado algún libro
por consejo del poeta José María Micó (1961), pero sí tengo varios cedés que no pude dejar de ir a buscar
después de oírle hablar de alguno de sus descubrimientos discográficos. Recuerdo,
por ejemplo, el día que apareció como niño con juguete nuevo hablándonos del
Guayabero y nos recitó la mitad de las letras del disco, levemente entonadas. Nada
más salir del café me fui a una tienda. Tal ha sido siempre su
entusiasmo —contagioso— por la música con letra.
Ayer
fue la presentación de consolación (para los que no pudimos ir el 11 de noviembre)
de Caleidoscopio (Visor, 2013), en
Fizz Barcelona, un local nocturno casi anodino pero con una virtud esencial
para lo que íbamos a presenciar, un equipo de sonido y una sonoridad esquistos.
Tal vez
resulte más interesante empezar por el significado del acto que por su
descripción. Quizá en este caso valga la pena anteponer el tema al asunto. Es
decir, empezar por el final. O por uno de los finales. Lo ocurrido anoche tenía
la rara aureola de los sueños imposibles de repente cumplidos. Imposibles, al
contrario de lo que suele pensarse, no por dificultosos o inalcanzables, sino
porque su sencillez hace que se quedan atrás en el camino. Y entonces uno tiene
que dar la vuelta al planeta para encontrarlos. Como si empezara de nuevo. Así
que el galardonado poeta Micó, el prestigioso filólogo, el fiel gongorista, el
cervantista (acaso también cervantino) perspicaz, exquisito traductor del Orlando y otras italianerías, el
profesor universitario, en suma, se habían pasado muchos pueblos (como se ve) del
sueño imposible de José María Micó: ser letrista de canciones.
Ya había dado
señales Micó de su secreto. En 2002 dejó caer un libro como quien no quiere la
cosa donde se le veía la afición letrista: Verdades
y milongas (DVD, Barcelona), volumen que reedita y amplía un título anterior que nada oculta: Letras para cantar (Pamiela, Pamplona, 1997). Pero han tenido que penar diez o quince años esos
poemas ápteros de las notas que convierten una letra en una canción. Porque el
sueño de un letrista de canciones no es componer poemas que parezcan canciones,
sino canciones que alguien cante. A Lope le pedían las damas sonetos, pero los
tiempos han cambiado y las muchachas a los poetas ahora si algo se les ocurre
pedirles es, claro, canciones: Mi alegre
Valentina, una muchacha / que se empeña en quererme, / me pide una canción.
Veré si logro / que me salga decente.
A Micó las
canciones siempre le salen docentes. Claras y bien hechas. No en balde ha
tenido que recorrer lo que ha recorrido para llegar a firmar una milonga.
Aunque su decencia, y ahí empieza lo interesante, juega al escondite con la
indecencia. Porque una canción que no dé algunos pasos sobre el ángulo recto
del acantilado en día de galerna es una barcarola.
Las canciones
que escribió en 2002 no se convirtieron (no se disminuyeron iba a escribir) en letras de canción. Se leyeron solo
en las páginas de un libro. Como poemas. Y siendo poema más que letra, ese
destino mayor dejaba en el sueño —imposible por superado— un poso de insatisfacción.
El mismo que esta noche limpia definitivamente del fondo del vaso de las
ilusiones. Vaso del que emerge la aureola que da emoción al acto.
Si se piensa
bien, tiene algo de quijotesco esta presentación de Calidoscopio. Habiendo leído ya todos los libros (como Micó), al
hidalgo le pasó por la cabeza durante un instante escribir él mismo un libro.
Sabía que lo haría bien, pero desechó inmediatamente la idea. Los sueños no se
curan con libros, solo la vida vale. E igual que el cincuentón manchego buscó las
armas en el viejo desván, Micó desenfundó la guitarra que llevaba veinticinco
años enfundada y se dijo, como el Quijote, para eso están los caminos.
Marta antes de
cantar anuncia (al fin, tras tantos años): «letra y música de José María Micó».
Y el halo de la satisfacción se expande por la sala. A veces uno tiene que
esperar una vida para oír esta frase. A continuación Marta canta y Micó la
acompaña a la guitarra. Nadie sabía que Marta cantaba. Tampoco Micó. Ni ella
misma, casi. Marta no había cantado nunca, pero llega una edad en la que solo
hay una manera de no perecer aplastado por quien uno ha sido. La de reinventarse.
Y Marta un buen día se reinventó cantante. Y empezó, como una niña de quince
años a la que sus padres apuntan a una academia de música, a tomar clases de
canto. Es curioso que esta sociedad tan obsesionada por detener la edad a golpe
de operación quirúrgica no haya descubierto todavía la fuente más barata de la
eterna juventud: aprender. Mientras a uno le quede algo por aprender es joven.
Y Marta empezó a aprender a cantar. Luego a cantar. Y ahora canta. Y al cantar,
de repente, los inconvenientes de una vida se alzan en virtudes. La voz machacada
de la profesora de literatura cobra ese matiz roto, personal, estremecedor con
el que canta. La convivencia tantos años con los acentos de los versos le
permite ahora cantarlos comprendiéndolos, sabiendo por qué están ahí y cómo han
de ser leídos entre las notas de la guitarra para que percutan sobre el corazón
de los oyentes.
A veces hay
que dar la vuelta al planeta para llegar al sitio más próximo donde se quiere
ir. Y uno se ha de enamorar, se ha de casar, ha de tener dos hijos y que estos
tengan ya edad de tener sus hijos para ver cumplido, un día, un deseo; tal vez
el que anoche pudo formular así José María Micó: sí, yo soy quien escribe las
canciones que Marta canta.
Marta Boldú y José María Micó.
[Inédito]
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