Día despejado, ventoso tal vez. La visibilidad desde la ventanilla casi carece de perspectiva aérea. El avión sobrevuela Valladolid. Contrasta desde la altura la enormidad de cuanto los ojos abarcan, el territorio y el cielo, con el reducido tamaño de una ciudad. Aún después de desentrañar los signos —el río, el pequeño aeropuerto y el José Zorrilla— me sigue chocando que aquella mancha en el paisaje sea Valladolid y no un pueblo cualquiera.
Un poco más adelante, la línea recta del avión se sitúa sobre la línea retorcida del Duero. Los dos siguen el mismo destino hacia Oporto. El Duero, ya en Portugal, transita flanqueado por laderas pronunciadas, y sobre estas la mañana ha vertido un cubo de niebla, que se ha quedado estancado en la cuenca del río, que como un molde arquea la masa blanquecina a su antojo fluvial.
En su descenso el avión cruza, a poca altura ya, la ciudad de Oporto. Como estructuras de titiritero, encandila la altura de sus puentes y atrae el abigarrado laberinto urbano en la margen del río. Da la impresión de que en cualquier momento el aparato va a tomar tierra en las vías de un tranvía y va a seguir ensortijándose por calles y callejas.
2
Campanhã es la estación del ferrocarril en Oporto. Algo apartada del centro, o tal vez bastante. Sentado en el bordillo de la acera, un mendigo desayuna el contenido de una lata de comida preparada pinchándolo con una navajilla. Las ventanas del palacete neoclásico de la estación reflejan su cabello cano y revuelto, y las hombreras desequilibradas de su americana. El atrio es pequeño, no mayor que el de una vivienda grande, y los pasillos son estrechos. Usar el baño cuesta medio euro, pero vale la pena pagarlo porque un gran ventanal riega el local con la luz brillante de la mañana y uno sale favorecido cuando se mira al espejo.
Los andenes se suceden paralelos en una secuencia que, sin que pudieran ni siquiera imaginarlo, adelantaba los trazos del arte minimalista. Busco con la mirada las perspectivas y disfruto con los dibujos lineales que crean. Pero como estoy un poco atontado por el aterrizaje, no se me ocurre sacar la cámara y encuadrarlos. De hecho, uno ya no sabe qué es mejor, si fotografiar las observaciones y que queden con el paso del tiempo reducidas a una única imagen, o por el contrario mantener la complejidad de lo contemplado a la espera solo de que todo y por completo acabe diluyéndose en el vacío de la memoria. Entre uno y nada, tal vez sea peor uno.
3
Dejo la habitación del hotel y
salgo a la calle en busca de otro hotel, que recuerdo muy cerca, aquel en el
que me hospedé en 1995, cuando visité por primera y única vez hasta hoy
Coimbra. Lo encuentro enseguida. El Almedina ha envejecido mal. Su fachada de
cristal y molduras metálicas se ve sucia, deslucida. Su aire moderno se queda
en caricatura. Los negocios que le rodean —un taller mecánico a un lado, un
garaje al otro— tampoco ayudan a mejorar la imagen. Se comen la puerta del
hotel. De espaldas a la entrada compruebo los cambios de lo que veía desde el
balcón hace casi veinte años. En el solar descampado donde aparcaban coches y
paseaban prostitutas han construido un edificio de viviendas anodino. Tiene
forma de U, pero el espacio central, que presagiaba acaso una placita, lo
recorre una calle llena de coches aparcados que no va a ninguna parte. Creo que
me he equivocado. Mi hotel de hoy no es el Almedina. Y mi vista a Coimbra no es
una relectura crítica de párrafos subrayados, sino un tiempo que aún no he
vivido. Doy marcha atrás. Regreso al Tívoli, me acerco hasta que se abre la
puerta automática, me doy la vuelta y cuando se cierra a mi espalda me dirijo
hacia otra calle.
4
De repente, el Mondego. Bajo los
plátanos otoñales, contemplo el río y también el río de hojas que igualmente chapotea
al ser pisado. Atardece. El sol se pone por detrás del convento blanco que hay en
la otra ribera. En esta misma balaustrada estuve mirando el Mondego hace muchos
años. Casi me acuerdo de lo que pensaba entonces. Si regreso alguna vez también
me acordaré de la melancolía de esta tarde. Y de lo que estoy pensando ahora.
Admiro una
novedad. Han urbanizado toda la ribera. Antes existía un pequeño paseo de
plátanos monumentales. Ahora el jardín llega hasta el siguiente puente, hay
locales (demasiado) modernos y se puede dar la vuelta por la otra orilla, que
también veo arreglada. El resto de la ciudad, sin embargo, permanece inalterado.
No se podría decir que envejece, sino que mantiene su edad centenaria. Los
mismos cafés, los mismos comercios y las mismas librerías. En Coimbra los
espacios permanecen igual que en la memoria. Habrá diferencias —un nuevo
escaparate, un desconchado reciente—, sí, pero al recuerdo le pasan
desapercibidos. Todo es tan idéntico que desconcierta. La noche se apresura. El
sol se ha quedado alojado en el convento.
5
Ya paseo por Coimbra como quien
va de un sitio a otro en su ciudad. De hecho, paso la mañana de un lugar a
otro, aunque no me muevo en el espacio, sino en el tiempo. Voy desde quien soy
a quien fui. Prefiero pasar por las calles que recuerdo a seguir rutas
desconocidas. A cada paso coloco en su emplazamiento una tesela del mosaico
descompuesto de la memoria. Regreso a los lugares donde estuve solo para
certificar con su existencia la mía. Se diría que no escribo mi tiempo, sino
que simplemente copio citas. Citas de lo que escribió en mí el vivir años
atrás. No leo la ciudad, la releo. Podría pensar que vuelvo a equivocarme, pero
ahora ya no tengo esa sensación. El edificio anodino en forma de U frente al
hotel Almedina se alza como símbolo del presente. Así aparece ante mí, un tipo
desconocido que se acerca para arrancarme unas monedas. Su conversión en
escritura exigiría, tal vez, más de lo que estoy dispuesto a vivir. Me dejo llevar
por la reescritura y su espejismo de intensidad, siempre menos costoso que lo
real.
6
«Poesía y edición». Este es el título que me
ha traído a Coimbra. A las 6 y media de esta tarde, en el Teatro Municipal. Sobre
el escenario, enorme, los organizadores con buen tino han trazado un círculo de
sillas donde se sientan quienes hablan, quienes escuchan. Aun así, el habitáculo
del teatro resulta excesivo. Y frío. La poesía exige intimidad. Cercanía no
solo de la voz y de la presencia, también de las paredes. Sobre el escenario no
se alcanzan a ver. Se diría que no existen. Que el círculo de conjurados está
rodeado solo por lo intranquilo de la noche. Atiendo a ratos la conversación
primera. La edición. Tengo la impresión de que se dice lo que se tiene que
decir. Y esa canción ya la sabemos. Los libros pierden dignidad a pasos
agigantados. La ignorancia hacia la poesía, que en un tiempo se traducía en
respeto, ahora es denigración. Repudio. La gran trituradora del pragmatismo
intelectual no concede fronteras ni excepciones. Pero su efecto no actúa afuera,
sino adentro. Lo dice, como sin decirlo, Manuel Borrás: «los verdaderos enemigos
de la poesía están en el sector del libro». Pero a partir de ahí el discurso
colectivo regresa a las convenciones.
Tras
los editores, leen los poetas. La ausencia de paredes que acunen la lectura se convierte
ahora en lacerante. Los versos se pierden en el bosque de butacas vacías, al
otro lado del círculo, sin encontrar un espacio donde remansarse. Hay quien no
dice nada y lee. Hay quien improvisa un discurso y no dice nada. Sentado en su
silla, sin acudir al atril con micrófono desde donde hemos leído todos, Diogo
Vaz Pinto lee, en lugar de sus poemas, los de Cesariny. Utiliza como soporte de
los textos un teléfono móvil. A Cesariny le hubiera encantado ser leído en un
teléfono, donde las palabras parecen pulgas. Y yo, que me tengo que imprimir
los poemas en tipos de dieciséis puntos, admiro la vista del rapsoda.
7
Al día siguiente, espero el mismo
tren a Lisboa que tomé hace casi veinte años. Lleguo a Santa Apolonia y dentro del
recinto de la estación entro en el metro. Sin siquiera ver la ciudad. Los
metros son iguales en todas partes. O mejor dicho, sus diferencias resultan
triviales. He quedado en el Rossio con Gianluca. Nos conocimos en noviembre de
1983. Y desde el verano del año siguiente no hemos vuelto a vernos, hasta hoy. Bajo
en la parada de Restauradores. Pasillos, escaleras. Y de repente, el empedrado
de la Avenida Liberdade, la luz de la ciudad, sin importar la cara adormilada
de la gente, ni siquiera que hayan convertido la Cinemateca en un museo del
deporte. Avanzo sonriendo. Casi levitando. Casi siendo quien fui en 1983 y 1984.
Una sensación que ya no me va a abandonar en todo el día. En la Suiça me espera
Gianluca. Ha envejecido bien. Con abundante cabello. Inmediatamente recobramos
el tono de las conversaciones de nuestra amistad, como si el tiempo fuera
calderilla en un monedero. En la terraza de la Suiça, ante un café —descafeinado
el mío, siempre tan prudente— y tirando de hilos cuya existencia desconocía recobro
episodios, persona, anécdotas, lugares... que ni siquiera sé que puedo
recordar. Tras levantarnos solo podemos ir a ver, en el centro de Lisboa, un
lugar. Martim Moniz. En nuestra época era un solar degradado por donde
pasábamos con frecuencia. Ahora es una anodina y disparatada plaza de hormigón.
No nos cuesta ubicar en el lago de cemento por dónde atravesaban los tranvías,
dónde se levantaba cada día un mercadillo sin encanto, dónde aparcaban los
furgonetas de los feriantes, por dónde pasaban los coches en busca de
estacionamiento y paseaban las prostitutas distrayendo su aburrimiento.
Por fin llego
al número 60 de la Rua Correeiros. En la cristalera del portal, un nombre que había
empezado a ser mítico para mí. «Paralelo W». Una librería de poesía secreta,
casi clandestina, en un rincón de la Baixa. Consigo subir la agreste escalera
sin despeñarme. Toco al timbre. Me abre Rui Caeiro. Le voy a explicar quién
soy, pero me interrumpe, «Claro que sé quién eres». Yo también sé quién es él. Un
poeta que habla del Dios que no está, del padre que estuvo y del gato que le
espera en las puertas del infierno. Y lo hace con un estilo cuya espiral me atrapa
y ya no vuelve a soltarme nunca. Tanto como he admirado al escritor empiezo a
admirar a la persona. Pelo blanco, barba blanca. Gafas protectoras. Y una
conversación que no empieza, continúa. Como si Rui Caeiro hubiera sido mi
maestro desde siempre. Acaso.
Aún me queda en
el horario que condiciona un pasaje de avión una hora para recorrer mi Lisboa.
Sudando subo por las calles menos empinadas al Bairro Alto y busco tiendas,
esquinas, librerías —la mayoría siguen ahí, tal cual hace treinta años, casi
con los mismos libros—, restaurantes donde quizá solo entré un domingo, cafés,
galerías, aceras donde de repente escucho una conversación que sostuve hace
tres décadas. Sin tiempo para cruzar ninguna puerta, simplemente constato su
existencia. Como quien encuentra en el bolsillo de un abrigo usado durante el
invierno anterior una pluma que creía ya irremediablemente perdida.
La vida acerca
y aleja. Salta a la comba con nosotros.
[Inédito]
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