Entre los puestos de San Antonio, el mercado dominical de libros viejos, pasé todas las mañanas de mi juventud.
Ahora solo voy de vez en cuando, como hoy. En el montón de los libros a dos
euros encuentro uno que despierta mi abúlica mirada, Bestiario de amor. Fue
publicado por Júcar en 1974 con una cubierta verde tan espantosa como las que
caracterizan a esta añorada editorial. Su tipografía parece hecha con letraset
de diferentes bolsas. Su autor es un biólogo humanista —cuando estas dos
palabras no formaban oxímoron— francés, Jean Rostand, que explica las
relaciones amorosas de las especies animales, desde los virus hasta los
mamíferos, con rigor científico pero con interpretaciones sentimentales. Como
si estuviera hablando de humanos. En el metro de regreso consigo sentarme, abro
el libro y dejo que las aventuras eróticas de los paramecios me fascinen. Sin
casi darme cuenta llego a mi parada y al ir a levantarme me aborda una señora,
de unos setenta años y a bocajarro me suelta «Felicidades». Pongo cara de no entender nada. Le pregunto a
mi habitual despiste si he de conocer a la mujer que me habla. Menos mal que continúa, «…por llevar un libro, no sé dónde va a ir a parar el mundo». Miro
hacia los asientos contiguos y veo a tres personas cuyos rostros iluminan las
pantallitas de sendos teléfonos móviles. Sonrío. De hecho, me es fácil sonreír,
acabo de leer cómo ligan los caracoles y cómo se van intercambiando papeles
—primero son machos, luego hembras— en una proyección que, en términos humanos,
da para un espléndido porno. Menos mal, pienso, que la señora preocupada por la
deriva del planeta no sabía lo que yo andaba leyendo. Si no me da un bolsazo.
Una de esas tres personas
que a mi lado pasan las paradas capturadas por la innoble pantalla de su móvil,
en lugar de por la dignidad de una página de papel, trajina en ella con los dos
pulgares a una velocidad de pasmo. Escribe. No es raro ver por la calle una
mujer —no sé por qué nunca he visto a un hombre en esta situación— leyendo la
pantalla de su teléfono y de repente abrir su rostro con una magnífica,
sincera, maravillosa sonrisa. Una de esas sonrisas que enamoran. Si fuera
publicista ya hubiera propuesto una campaña a alguna empresa de telefonía:
«Hazla sonreír». A veces relaciono una imagen y otra, la persona que escribe
mensajitos en su móvil y la muchacha que los lee con una emoción que no logra
reprimir, y pienso en la literatura. Me digo que esta escritura ensimismada,
tan inocente como parece, le ha robado el alma a los que han robado el alma a
la literatura. Un día, mientras cumplía mi servicio militar obligatorio,
descubrí a un recluta, bastante hortera, por cierto (como oficinista le entregaba
cartas diarias llenas de corazones rosas con flechas atravesadas), que tenía en
la taquilla Las flores del mal. Tartamudeando le pregunté si le gustaba
Baudelaire. Me dijo que tenía poemas bonitos, así, tal cual, «bonitos», que les
cambiaba algunas cosas y se los enviaba como inventados por él a su novia. La
anécdota siempre me pareció entrañable. La literatura, aún lejos de sí misma,
seguía siendo la maestra de las emociones. Copiarla era reconocer su
influencia. Su magnitud.
Quiero llamar escritura ensimismada a
aquella refractaria de todos los valores que arracima la escritura literaria,
salvo la emoción. Un menú ensimismado sería, por ejemplo, el compuesto por tres
platos de postre. Una escritura ensimismada es la que renuncia a su excelencia
en favor de su comodidad. La que sublima el presente y el sujeto como única
materia y horizonte de lo escrito. La que otorga a lo sociológico (aquello que
sale en los medios de comunicación) el privilegio de referente exclusivo de la
realidad. La que se ufana de originalidad cuando calca el sistema retórico de
los chistes más triviales. A la que jamás se le ocurriría copiar a Baudelaire,
ni siquiera a Bécquer, porque desconoce qué hay detrás de estos o cualquier
otro nombre de escritor. La escritura contemporánea tiende al modelo
ensimismado no como una opción pragmática, sino como el auténtico regreso de la
escritura a la vida urbana. De hecho, tampoco como regreso, sino como la
verdadera invención de la escritura verdadera. La que se basta a sí misma. La
que excluye modelos. La que convierte a la inmediata genialidad a quien la
practica.
Son cosas que pienso cuando me siento en la perspectiva de la señora que me felicita por ir leyendo
un libro en el metro, aunque no sepa lo que leo. Pero también sé que esta
posición de quien juzga el tiempo presente desde la añoranza del tiempo por el
que fue educado es la mayor fuente de estupideces que alguien pueda decir. Y
además, como leo lo que me encuentro en el mercado de los libros viejos de San
Antonio, no todo, claro, para lo que no tendría ya vida suficiente, sino solo
lo que le llama la atención a mi natural escepticismo, aprendo de Jean Rostand
que nada hay más distante de la realidad que las apariencias. Por ejemplo,
aquellos animales que normalmente relacionamos con la infancia por su imagen
inocua e inocente, como los caracoles, suelen ser los más libidinosos. Y sin
embargo, los animales más repugnantes e inmundos de la naturaleza tienen, en
ocasiones, los comportamientos más castos y pudorosos. Los escorpiones
entrelazan sus pinzas y se entregan a largos y lentos paseos de virtuoso noviazgo,
o las serpientes, que se abrazan tiernamente, lamen con dulzura la cabeza de su
pareja y le hacen cosquillas con suavísimos mordiscos en el cuerpo. Nada es
como parece. Y tal vez tampoco sea como la veo la escritura ensimismada del
presente.
[Inédito]
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