SIN RUIDO, de José Corredor-Matheos
Tusquets Ed., Barcelona, 2013
Cuenta José Corredor-Matheos (1929) una
fábula oriental siempre con gusto al explicarla. Alguien busca algo que ha
perdido y otra persona se le acerca. «¿Es aquí donde se te ha caído?»,
pregunta. «No —responde quien rastrea—, se me ha caído allí, pero lo busco aquí
porque hay más luz». Al escuchársela contar es fácil pensar que el narrador está
hablando de la poesía. Si se le pregunta al poeta por qué escribe versos, la respuesta
solo puede ser una: porque hay más silencio en ellos. O al menos esta es la
respuesta que dan los versos de Corredor-Matheos: «¿Pero no será éste / el
último destino / de todas las palabras: / hallar en el silencio / su total
cumplimiento?». Y acaso también con él, su plenitud de sentido. Cuando se
escriben ruidosas, ensordecedoras, qué escaso significado tienen las palabras,
parece decir entre líneas el autor.
La
lectura de Sin ruido añade un valor
metafísico a la pequeña fábula oriental. No hay que buscar lo perdido —el
tiempo—, sino simplemente encontrar la luz: «A punto de ponerse, / el sol
brilla con fuerza / tan solo para ti.» Desde la primera sección de las siete
que componen el volumen (dedicadas al tiempo, a los objetos, a la naturaleza, al
mar, al paisaje —desde el tren—, a los seres queridos y a la poética),
Corredor-Matheos no oculta el ámbito crepuscular desde el que escribe. El
tiempo ha sido el gran tema del siglo XX, y su acabamiento el motor de las
grandes búsquedas, existencialistas. A estas indagaciones en la tiniebla responde
ahora el poeta desde la lucidez que le otorga la luz: «Todo será ceniza… / Pero
ahora, / qué plenitud». El crepúsculo, para el poeta, es luz de otra existencia
sin final («Bebe luego la luz / que sale a recibirte / como a recién nacido / y
empieza nueva vida.»); él mismo es luz («¿… no cosa alguna o sombra, / sino
luz?»); los seres de la naturaleza, con frecuencia amenazados —también nos
advierte—, son luz («¿… o es que sabes que el sol / está ya en ti?»); los
muertos iluminan con su luz («y nada brilla tanto / como estas cenizas»); el
arte es, al cabo, también luz («Unas gotas de luz / golpean suavemente / las
teclas del piano»)… y la luz se parece siempre al silencio: «aquella música… /
tan igual al silencio». Luz, silencio; lugares donde encontrar lo que no se ha
buscado nunca.
La paradoja ha sido tradicionalmente una manera de explicar lo no visible que existe en lo visible. La han cultivado con primor tanto los místicos visionarios como los poetas chinos de la dinastía Tang. En ambos jardines, acaso fundiéndolos, ha vislumbrado José Corredor-Matheos las claves de la sabiduría que destila Sin ruido: una despedida que es un reencuentro, un silencio que suena, un deshacer del tiempo que hace, un ser que se cumple en el no ser. Una metafísica en heptasílabos tan clara, fiel y lúcida como el agua del estanque que refleja en su superficie quieta el cielo.
El Ciervo nº 744, Noviembre-Diciembre, 2013
La paradoja ha sido tradicionalmente una manera de explicar lo no visible que existe en lo visible. La han cultivado con primor tanto los místicos visionarios como los poetas chinos de la dinastía Tang. En ambos jardines, acaso fundiéndolos, ha vislumbrado José Corredor-Matheos las claves de la sabiduría que destila Sin ruido: una despedida que es un reencuentro, un silencio que suena, un deshacer del tiempo que hace, un ser que se cumple en el no ser. Una metafísica en heptasílabos tan clara, fiel y lúcida como el agua del estanque que refleja en su superficie quieta el cielo.
El Ciervo nº 744, Noviembre-Diciembre, 2013
POESÍA (1970-1994), de José Corredor-Matheos
Pamiela, Pamplona, 2000.
La poesía de Corredor-Matheos se pronuncia, en
efecto, a plena luz. Tan próxima está a
la luz que cuando ésta falta, el poema fuerza la lengua hasta la paradoja:
[Cuando] “la luz se apaga / brilla la oscuridad”. O, entre otros ejemplos: “quiero que mi manto
/ deslumbre por la noche”. Cuando la luz ilumina desde el texto, cualquier
poeta ve temas. Si se mira a sí mismo, encuentra su memoria; si mira el cielo,
intiuye la trascendencia; si mira las palabras, descubre una función para la
poesía. Es una obviedad; o mejor, lo era
hasta la edición de estos tres libros que Corredor-Matheos reúne en Poesía (1970-1994), pues allí donde el
arco de la luz es mayor, su poesía menos contenidos
ve.
El
prestigio diurno de la memoria cede a la seducción del olvido: “De pie en
alguna piedra / contemplaré los círculos, / hasta olvidarlo todo, / hasta
olvidar que olvido”. De hecho, la
conciencia existencial (“Mi propio respirar”) merece, en otro poema, una
definición que enmarca bien la ambición lírica: “espacio sin memoria”. Y si alguna duda quedara, siempre hay una
antítesis dispuesta a solucionarla: “borrad este nombre / en la memoria”. La tentanción a cualquier forma de
trascendencia choca en el poeta con su devoción al vacío (“y tú eres el vacío /
en el que todo cabe”), con su gusto por lo que aspira a no existir (“Te salvas
sólo siendo / el no ser tranquilo”), con
su vocación de pasar desapercibido (“Tu voz es sólo tuya: / no es de
nadie”). Cabría pensar en la insolidaridad
que parece latir en esta poética; por desgracia la degradación del mundo hace
de algunos de sus versos verdaderos lemas de acción política solidaria con el
futuro: “Deja que todo sea / cual si tú
/ nunca hubieras nacido”. Las
pretensiones de la escritura suscitan en Corredor-Matheos otra de sus palabras
predilectas: “yo sonrío y escribo, / diciéndome: es inútil”. Lo que el poeta siente por lo “inútil” es
verdadera vocación: sólo se le ve de verdad a gusto cuando lo que hace
realmente no sirve para nada.
Olvido, vacío, inutilidad brillan bajo una espléndida luminosidad; la misma que en los poetas de su tiempo ha subrayado la memoria, el conocimiento y la comunicación. Y esta es precisamente una de las dos virtudes de esta obra poética: su capacidad para invertir el modelo de pensamiento dominante, su mirada singular sobre el mundo, lejos de las nociones apriorísticas de la época. La otra virtud se formula con una frase de tono algo menor: su cualidad de, sencillamente, ser entrañable.
El Ciervo nº 596. Noviembre, 2000
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