«Un libro sin terminar» sobre la mesa, en la habitación de una joven, Laia Solé, a quien la vida no le dejó cumplir la edad de las canciones, quince años. Francisco Javier Solé Ribas (1961), su padre, ha escrito el libro que estremece leer sobre esas imágenes que se quedaron, en el cuarto de una adolescente, desposeídas para siempre de su insignificancia: «Un elefante solo, / el cuaderno con las hojas en blanco, / su chaqueta en el respaldo de la silla… / la cama con el dibujo de su último sueño». Las imágenes que la muerte convirtió en lo único que no deberían ser nunca: un símbolo.
La escritura de la muerte, en la tradición literaria, se ha impuesto siempre a la inercia de una época, y la ha perturbado en lo más hondo. Aquel trasnochado amor cortés de los poetas castellanos del siglo XV de repente congelado por un poeta, Jorge Manrique, que le prestó el festivo lenguaje poético a la comprensión de lo incomprensible. Aquel sueño o pesadilla de la razón desarbolado por un joven Novalis que quiso pasar todas las noches junto al túmulo de su amada y escribir los Himnos a la noche que abrirían las puertas de la oscuridad. Aquel muchacho ante el cadáver de su amigo Ramón Sijé que presagiaba el rictus amargo al que todo un país se encaminaba con los ojos tapados por las propias manos de cada cual. En esta tradición se inscribe la meditación sobre la muerte de su hija que realiza Francisco Javier Solé Ribas en La casa del silencio (Círculo Rojo, Almería, 2015). En el prólogo lo afirma con lucidez: «La poesía social será existencia o no será». Y el libro es exactamente eso, la perturbación existencial en la crónica del mundo. El contempus mundi del presente.
La poesía de Solé Ribas, sobre todo en las secciones centrales del libro se construye sobre la mirada exterior. «Social», no es mal adjetivo, tampoco, siempre que el tiempo haya erosionado en él cuanto lo contagió de un discurso ideológico, válido en sí mismo como discurso, pero empobrecedor como fin único del poema. (De hecho, posiblemente resulte gratuito en este momento de la historia social preocuparse por la contaminación de la ideología, pues posiblemente la poesía adolezca hoy, como tantas otras manifestaciones de la cultura, de lo contrario, una desideologización que amenaza no con empobrecer el fin del poema, sino directamente con finalizarlo). Esta mirada exterior, social, es el germen del texto —«Un operario / en lo alto del andamio…»—. A continuación aparecen los valores paradigmáticos, aquellos que sostienen su proyección política —«El informe / refiere / las medidas no adoptadas…»—, pero inmediatamente el poeta introduce la visión existencial: —«que el hombre estaba triste»— y que ese desamparo sea el que «esparcido en el asfalto / es lamido por un perro». Es decir, Solé Ribas enfoca su mirada exterior hacia el interior mismo de la desolación: «Mi patria es / vuestro miedo en la mirada». El procedimiento no es diferente al que persigue la fotografía documental, que conoce bien el poeta como demuestra en la sección que dedica a escribir a partir de piezas fotográficas.
El argumento poético principal de La casa del silencio es la elegía. Una actitud elegíaca que, donde no aparece explícita, ha perturbado la crónica social con la irrupción de lo existencial como la sombra latente del dolor visible en la sociedad. Pero que ha perturbado aún más la respiración lírica del poeta que, de repente, ha anegado su mirada interior con imágenes de la muerte: «Esta manía mía / de aprovechar cualquier papel… / Hoy compongo un poema / en la encuesta de satisfacción / que envió la funeraria / hace tres meses. // Lo ves, Laia, / es imposible / no pensar en ti». Y esta perturbación elegíaca es una obligada crónica en la primera sección del libro, «Ni puertas, ni ventanas», pero se convierte en dicción personal en la última, donde lo elegíaco le proporciona al poema no un asunto ni un tono, sino el sentido más íntimo de la escritura: «Un hombre atraviesa la plaza / caminando con prisa / las primeras luces de las casas reflejadas / en el asfalto mojado por la lluvia de la tarde. // No regresa ni le guía destino alguno…». El destino que conforman las pérdidas.
La escritura de la muerte, en la tradición literaria, se ha impuesto siempre a la inercia de una época, y la ha perturbado en lo más hondo. Aquel trasnochado amor cortés de los poetas castellanos del siglo XV de repente congelado por un poeta, Jorge Manrique, que le prestó el festivo lenguaje poético a la comprensión de lo incomprensible. Aquel sueño o pesadilla de la razón desarbolado por un joven Novalis que quiso pasar todas las noches junto al túmulo de su amada y escribir los Himnos a la noche que abrirían las puertas de la oscuridad. Aquel muchacho ante el cadáver de su amigo Ramón Sijé que presagiaba el rictus amargo al que todo un país se encaminaba con los ojos tapados por las propias manos de cada cual. En esta tradición se inscribe la meditación sobre la muerte de su hija que realiza Francisco Javier Solé Ribas en La casa del silencio (Círculo Rojo, Almería, 2015). En el prólogo lo afirma con lucidez: «La poesía social será existencia o no será». Y el libro es exactamente eso, la perturbación existencial en la crónica del mundo. El contempus mundi del presente.
La poesía de Solé Ribas, sobre todo en las secciones centrales del libro se construye sobre la mirada exterior. «Social», no es mal adjetivo, tampoco, siempre que el tiempo haya erosionado en él cuanto lo contagió de un discurso ideológico, válido en sí mismo como discurso, pero empobrecedor como fin único del poema. (De hecho, posiblemente resulte gratuito en este momento de la historia social preocuparse por la contaminación de la ideología, pues posiblemente la poesía adolezca hoy, como tantas otras manifestaciones de la cultura, de lo contrario, una desideologización que amenaza no con empobrecer el fin del poema, sino directamente con finalizarlo). Esta mirada exterior, social, es el germen del texto —«Un operario / en lo alto del andamio…»—. A continuación aparecen los valores paradigmáticos, aquellos que sostienen su proyección política —«El informe / refiere / las medidas no adoptadas…»—, pero inmediatamente el poeta introduce la visión existencial: —«que el hombre estaba triste»— y que ese desamparo sea el que «esparcido en el asfalto / es lamido por un perro». Es decir, Solé Ribas enfoca su mirada exterior hacia el interior mismo de la desolación: «Mi patria es / vuestro miedo en la mirada». El procedimiento no es diferente al que persigue la fotografía documental, que conoce bien el poeta como demuestra en la sección que dedica a escribir a partir de piezas fotográficas.
El argumento poético principal de La casa del silencio es la elegía. Una actitud elegíaca que, donde no aparece explícita, ha perturbado la crónica social con la irrupción de lo existencial como la sombra latente del dolor visible en la sociedad. Pero que ha perturbado aún más la respiración lírica del poeta que, de repente, ha anegado su mirada interior con imágenes de la muerte: «Esta manía mía / de aprovechar cualquier papel… / Hoy compongo un poema / en la encuesta de satisfacción / que envió la funeraria / hace tres meses. // Lo ves, Laia, / es imposible / no pensar en ti». Y esta perturbación elegíaca es una obligada crónica en la primera sección del libro, «Ni puertas, ni ventanas», pero se convierte en dicción personal en la última, donde lo elegíaco le proporciona al poema no un asunto ni un tono, sino el sentido más íntimo de la escritura: «Un hombre atraviesa la plaza / caminando con prisa / las primeras luces de las casas reflejadas / en el asfalto mojado por la lluvia de la tarde. // No regresa ni le guía destino alguno…». El destino que conforman las pérdidas.
[Inédito]
Muchísimas gracias por la lectura y los comentarios, algunos verdaderamente generosos. He de confesar que con el tiempo me parece la estructura del libro algo desequilibrada, seguramente por las prisas por editarlo y un criterio literario muy indulgente conmigo mismo que dificulta toma un poco de distancia por lo escrito. Además, el duelo por Laia estaba demasiado presente, son poemas del primer año. En cualquier caso el rigor de la reseña y el cariño que destila le emociona y sonroja al reseñado.
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