Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

sábado, 1 de abril de 2017

Rafael Pérez Estrada, artista de la escritura


En 1968, en las entrañables Publicaciones de la Librería Anticuaria El Guadarlhorce que dirigía Ángel Caffarena, celoso continuador de la tradición impresora malagueña —aun viviendo en Alicante—, en una edición, como todas las de su casa editorial, tan cuidada como mínima —apenas 200 ejemplares— aparece Valle de los Galanes, primera obra de Rafael Pérez Estrada (Málaga, 1934-2000). Se trata de un conjunto de trece prosas breves, con un halo poético que no se le escapó a Alfonso Canales, primer y único comentarista en prensa del volumen: «es un libro de poesía y de la mejor clase: de la que fluye como si tal cosa, con sólo abrir la espita, libre y desenfrenada, sin que la reporte la lógica y sin que la retórica la prefabrique» [Sur, Málaga, 9 de abril de 1968]. 
    Valle de los Galanes recrea en una prosa ágil e ingeniosa ciertos personajes y situaciones de los veranos de la infancia, en el Pedregalejo malagueño, con la conciencia y la nostalgia de lo perdido en el tiempo —la última pieza se titula emblemáticamente «El Cortijo (demolido hoy)»— y recuperado sólo a través de la evocación lírica, la proyección mítica —con la que huye del realismo de posguerra— y la ironía, los tres ingredientes de este precioso cuadernillo: «Tía Leonor, dama de alto copete y tacón bajo, pasó su soleada infancia en Filipinas, eso explica, tal vez, los rasgos de tagalos de sus nietos. / Tío Arturo mandó un banderín de la reina y pasó más tarde a lanceros. Hoy, su casco reencontrado en el Rastro luce, sereno, en el Pepe’s Bar, esperando tal vez su adjudicación al mejor bebedor de Martinis».
    En su comentario crítico, Alfonso Canales, tras constatar la raíz poética de estos textos, los emparienta con dos autores contemporáneos: Cela y Arrabal; es decir, un novelista y un dramaturgo, apreciación que de hecho reúne en el juicio de un lector, acaso el primero que tuvo Pérez Estrada, menciones a tres géneros literarios, lo que equivale a constatar una indefinición ante las convenciones del género, cuestión que a partir de este primer libro va a situarse, qué duda cabe, en el epicentro de su creación literaria. 
    No es esta, sin embargo, la única indefinición que afecta a este título inicial de Rafael Pérez Estrada si se contempla desde la perspectiva de la historia literaria el contexto en el que aparece. La misma edad que Pérez Estrada tenía Claudio Rodríguez, cuyo primer libro es de 1953, y dos años mayor era Francisco Brines que publica a partir de 1960. Ambos son poetas coetáneos del tronco central de su generación histórica, centralidad de la que por estética y por circunstancia se mantuvo alejado el poeta malagueño. En 1968, por otra parte, daba sus primeros pasos editoriales la generación siguiente , que celebró muy pronto los rasgos singulares de Pérez Estrada, como muestra un artículo publicado en Ínsula, en 1971, por Guillermo Carnero . Las afinidades en lecturas, en procedimientos y también en el sentido aristocrático de la literatura citadas por Carnero lo aproximan estéticamente a los jóvenes del 70. Si se suma la circunstancia de que estos publicaron sus primeros títulos en las colecciones dirigidas por Ángel Caffarena, en sus Publicaciones El Guadalhorce, se advertirán los lazos que lo vinculan con la poesía de esta década. Pero no acaba aquí la peripecia generacional de Pérez Estrada. Cuando en la décadas siguientes, en los 80 y 90, aparezca una nueva promoción poética, los lazos literarios (de afinidad estética) y de sociología literaria (la coincidencia editorial y biográfica) serán aún mayores con autores como Juan Carlos Mestre, Juan Cobos Wilkins, Chantal Maillard o Aurora Luque, entre otros muchos. 
    Tal vez no sea éste el lugar adecuado para deshacer el nudo generacional que representa la figura de Rafael Pérez Estrada, aunque sí lo es para dejar asentada la convicción en un principio: por definición, los esquemas y categorías de la historia literaria han de contemplar todas las posibilidades de relación de cualquier autor de valía nacido en la zona de fechas que comprenda su generación, y no sólo el eje central tal como se estableció en los albores de un período. Es decir, está por escribir una historia literaria de la generación de 1931 en la que se contemple la complejidad generacional de Rafael Pérez Estrada, desde el inicio tardío, pero contextualizado en el periodo siguiente, hasta la sintonía estética con promociones posteriores, algo que, por otra parte, es común a algunos poetas coetáneos del autor de Valle de los Galanes y que plantea una superación de la visión generacional monolítica a través de las relaciones de afinidad poética intergeneracionales. Asuntos de los que la historia literaria tendrá que dar cuenta para resolver la indefinición con la que transitan por ella algunos escritores y artistas de indiscutible y refrendado valor. 
    En el artículo citado, Guillermo Carnero mencionaba, por primera vez explícitamente: «La difícil tipificación de los escritos de Pérez Estrada, no encuadrables en ninguno de los géneros tipificados: poesía, narración, teatro. Participando de todos ellos y a la vez exigiendo la calificación, más simple si se quiere, pero al mismo tiempo generadora de perplejidades, de textos. Textos que no se someten a los precondicionamientos de lectura sino que convierten en funcionales los esquemas habituales inertes». 
    Carnero plantea la cuestión y también da una respuesta: los «textos» perezestradianos representan una suerte de superestructura capaz de actualizar en la lectura las estrategias formales de los tres «géneros tipificados». Esta es, de hecho, una descripción crítica oportuna para un libro como Valle de los Galanes y en general para las primeras obras de su autor, en las que la indefinición de género se convierte en el recurso central, y es el hecho decisivo que permite calificarlo de poesía a Alfonso Canales y evocar al mismo tiempo a Cela y a Arrabal. 
    Cuando se contempla en su conjunto la obra literaria de Rafael Pérez Estrada, todo lo editado pero también lo inédito –cuyo acceso es público en la Sala que lleva su nombre en el Archivo Municipal de Málaga, donde se conserva reunido su legado-, se advierten las dos dimensiones que presenta la cuestión de los géneros; y si bien una es externa e interna la otra, ambas caminan hacia un mismo fin. 
    La primera cuestión, externa, que se puede constatar es que Pérez Estrada escribió -con mayor o menos intensidad, pero con continuidad- obras que a priori se pueden ordenar en los tres géneros tipificados a lo largo de sus tres décadas de escritura creativa:

NARRATIVA (relatos y novelas): La bañera (1970), Prestado título: cantemos esta noche una especie de salmo... (1971), Fetario de homínidos celestes (1975), Los domingos perdidos [inédito, 1977], Luciferi Fanum (Luces, Faros y Sombras) (1984), Sebastián [inédito, 1984-85], Hipólito [inédito, 1986], La sombra del Obelisco (1993), Ulises, o Libro de las Distancias (1997), La extranjera (1999), El muchacho amarillo (2000), Doctor Harpo (2002). 
TEATRO: Edipo aceptado, los sueños (1972), Festivo pretexto de Elegía [9 piezas breves] (1974), Pequeño teatro [13 piezas breves y 1 extensa] (1998). 
POESÍA (en verso convencional): Testal encíclica (1972), Especulaciones en la misma naturaleza (1984), Memorial para otras Estaciones (1984), La noche nos persigue (1992), El grito & Diario de un tiempo difícil (1999), Bajo el cielo indeciso [«Poemas 1993-94»] (2005). 

    Narración, teatro y poesía (en verso convencional) forman un corpus notable que avanza en paralelo a la escritura no tipificada, aquella que, refundada en 1985, va a convertirse en la referencia dominante del autor. Este hecho, en primer término, exige una concepción de su obra literaria que no se puede limitar, sin mutilarla, a su adscripción a uno u otro género. 
    Parecida exigencia, en un sentido aún más amplio, se ha planteado desde el momento en el que su legado se ha hecho público. Al margen de los títulos que pasaron por la imprenta, Rafael Pérez Estrada escribió los originales de su obra en otros libros. La edición facsímil de uno de estos otros libros, manuscrito en 1986, Imágenes (Ayuntamiento de Málaga, 2002), da una idea del trabajo original del escritor, del que las ediciones convencionales apenas son un lejano reflejo. Esta «biblioteca íntima y personalísima», como la llama Francisco Ruiz Noguera, prologuista del volumen facsímil, recoge manuscrita e integrada en un universo plástico lo esencial de una obra que sólo más tarde pasaría a los libros impresos. Ruiz Noguera, con excelente criterio, afirma que «las diversas manifestaciones de lo plástico (el dibujo, la pintura, el collage) se sitúan más allá de la mera ilustración, ya que, como digo, son también parte del texto, son texto».
    Ambas exigencias reclaman una concepción diferente del oficio de la escritura, que supere las fronteras que la tradición ha trazado entre los géneros y también entre las disciplinas artísticas. La obra literaria de Rafael Pérez Estrada sólo puede ser entendida remontando la comprensión hasta un estrato superior, donde se contemple la figura del artista total, capaz de conjugar en su personalidad y biografía artísticas las diversas ramas en las que la edad moderna ha dividido y fragmentado el arte. Y esta es también una exigencia contemporánea cada vez más acuciante: frente a un mundo ramificado en especialidades y estereotipado en actos artísticos rituales, el arte ha de aspirar a encarnarse no sólo en una obra concreta y expuesta, sino en una vida artística cuyos actos íntimos supongan la máxima expresión de esta condición. Desde este punto de vista, la figura poliédrica Rafael Pérez Estrada se erige en modelo de este artista total capaz de armonizar como fruto del mismo impulso artístico géneros diversos y disciplinas distintas que cobran sentido no en las condiciones tipificadas por la sociedad literaria —en el hecho de ser novelas o ser dibujos—, sino el la personalidad singular de su creador —en el hecho de ser obras suyas—.
    Este es la primera dimensión, la externa, a la que nos ha conducido la cuestión de los géneros en Pérez Estrada. La segunda, interna, afecta al que se reconoce como núcleo central de su obra poética y cuyo origen el propio autor ha señalado en 1985, con la edición del Libro de Horas, y está formada por los títulos reunidos en Libro de los Reyes (1990) y los posteriores: Tratado de las nubes (1990), Los oficios del sueño (1992), El domador (1995) y El levitador y su vértigo (1999), como libros principales que conviven en la bibliografía con cuadernos y ediciones de bibliófilo. 
    Este conjunto central de títulos sitúa en el ámbito poético, interno, la cuestión del género, con la creación singular del «texto» perezestradiano: un poema en prosa donde recursos propios de otros géneros y subgéneros (el aforismo, la greguería, la erudición, el ensayo, los libros de viajes, los bestiarios, los tratados clásicos y medievales... o los esquemas narrativos convencionales) se someten a una clara voluntad poética, transformando su carácter denotativo de origen en metáfora a través, sobre todo, de la subversión fantástica o de la imagen irracional. 
    Se puede tomar dos ejemplos de Conspiraciones y conjuras (1986). En el primero atribuye a un nombre histórico, a través de un enunciado convencional de cita («cuenta»), una descripción fantástica: «Plinio el Viejo cuenta de un perro azul que tiene un rabo como la cola del faisán dorado, y que aparece en las noches de los amantes y les trae en su húmedo hocico la bienaventuranza, esto es, les da la sabiduría tantra y el regocijo erótico». 
    En este poema la fantasía desbordada aparece sin embargo doblemente encauzada, por una forma deliberadamente racional y convencional (la cita del autor clásico) y por una clara intención irónica. A su vez, la ironía suele presentarse, como en este caso, en un doble plano: primero, en relación a la falsa atribución, y después en la propia resolución significativa del texto. 
    En el segundo ejemplo, el proceso invierte las proporciones entre convención genérica y fantasía: «Una dudosa piedad estaba fija en sus ojos, y en sus labios la belleza se había hecho silencio. Sin embargo, en su corazón de joven pescador palpitaba el solo deseo de ser parte de aquel paisaje de tristeza en el que nunca había osado echar las artes de su oficio. Y, consciente de lo imposible, se contentaba con aquella quietud que incluso confundía a las golondrinas del mar que anidaban en su frente». 
   En este caso, una descripción contenida y verosímil se cierra por sorpresa con una imagen irracional que subvierte el proceso narrativo que ha llegado hasta ella y lo transforma en poético cambiando el valor de los términos, que pasan –tras la revelación de la última imagen- de una lectura denotativa (la descripción del pescador) a otra connotativa, y aún mítica, (su conversión en acantilado). 
    A estos dos ejemplos se puede añadir un tercero del mismo libro para completar el triple modelo de «texto» perezestradiano: «Antes del invento del espejo la realidad era una». Esto es, la «brevedad» poética, según la designó el propio autor, donde lo gnómico se funde con lo paradójico, y el aforismo con la greguería. Cabría parafrasear esta «brevedad» señalando que antes de Pérez Estrada los rasgos que caracterizaban un género eran sólo los propios. 
   Estos tres modelos formales (la erudición fantástica, la narración poética y la «brevedad») proceden de la simbiosis de recursos de géneros literarios distantes entre sí que en el momento de la lectura sufren dos proceso paralelos: se actualizan, como bien intuyera Carnero, igual que si fueran recursos denotativos, al mismo tiempo que se connotan con la manipulación poética o fantástica. De esta manera, por ejemplo, el mecanismo convencional de la cita erudita pasa a formar parte, manteniendo su condición intacta, de los recursos propios de la poesía. 
    Esta ha sido, por lo tanto, la segunda dimensión, la interna, de la cuestión del género en Pérez Estrada. Similar complejidad a la que presentan las cuestiones formales se puede encontrar en el aspecto temático. La disposición en orden cronológico de los títulos perezestradianos dibuja un itinerario aleatorio, poco programado, en el que los libros —salvo algunos del período final, como El grito & Diario de un tiempo difícil— subrayan siempre su carácter heterogéneo. Esta diversidad, sin duda esencial en su concepción nada jerarquizada del arte y de la literatura, se debe a que el autor situaba la cohesión estilística y temática no en el estrato del volumen, sino en el de la sección. Podría afirmarse que su obra poética está formada por secciones antes que por libros. Dentro de cada sección, además de la unidad de estilo y asunto, se establece una diálogo entre los diversos textos que fomenta su coherencia interna. No se ha de olvidar tampoco que el origen de estas secciones no se halla en la elaboración del título publicado, sino en el libro manuscrito, escenificación ideal –juntos textos escritos y textos plásticos- de la obra. Por otra parte, algunas de estas secciones tuvieron una primera edición a cargo del autor como cuadernillos o plaquettes independientes.
    Heterogéneamente repartidas por los libros publicados, estas secciones sin embargo son susceptibles de ser ordenadas por sus lectores en diversos libros, también ideales, que cobran una entidad insoslayable. Así, por ejemplo, reuniendo sus partes entre publicaciones dispersas emerge diáfano un impresionante Libro Cosmológico que estaría formado, a su vez, por varios libros y secciones: Bestiario de Livermoore, Botánica áurea, Inventario de gemas crueles, Tratado de las nubes, Jardín del Unicornio y Alta Mar. Por análogo procedimiento es posible conformar un gran Libro de los Sueños y un notable Tratado de Angelología. Sus «brevedades» (aforismo poéticos y greguerías) forman a su vez un valioso conjunto perfectamente articulado tal como mostró su edición completa en Crónica de la lluvia (Barcelona, 2003). 
   Todos los aspectos aquí tratados —la peculiaridad formal y temática de su obra, y su curiosa manera de transitar por la historia literaria— apuntan hacia una singularidad artística y literaria de Rafael Pérez Estrada que a medida que vaya siendo desentrañada y clarificada por la crítica no sólo engrandecerá su figura, sino que enriquecerá también la época en la que vivió y escribió, y aun la propia literatura y el arte, que con su ejemplo han ensanchado ya sus propios caminos y veredas.

[Turia nº 75. Teruel, junio-octubre de 2005]

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