LOS POETAS INVISIBLES (Y OTROS POEMAS), de Federico Gallego Ripoll
Visor, Madrid, 2007
El arte y la poesía tienden a crecer gracias a las paradojas. Federico Gallego Ripoll (1953) estructura Los poetas invisibles alrededor de dos paradojas esenciales de nuestra época. La primera se remonta al Romanticismo. En pleno auge de la exaltación subjetiva, algunos poetas ingleses empezaron a escribir desde la memoria de otro. Estos poemas recibieron el nombre de «monólogos dramáticos» y anduvieron su camino por toda la modernidad, hasta desembocar en los heterónimos de Pessoa, como si la alta densidad del sujeto hubiera sufrido una gran explosión y su asedio ya sólo fuera posible desde diversas otredades. Un levemente irónico «Terapia de grupo» titula la primera parte, conjunto de monólogos dramáticos a modo de sala de espejos donde una multitud reflejada conforma el mosaico de un único conflicto lírico. La segunda paradoja de Los poetas invisibles apunta en sentido inverso: no hay retrato más fiel de la realidad que la mirada de quien la observa. «Autorretratos y suicidios», que hiela la sonrisa inicial, se titula la segunda parte.
Ambos asedios paradójicos —el yo desde el otro y lo otro desde el yo— convergen en único conflicto —¿qué queda cuando no queda nada?—, que a su vez se ramifica en múltiples asuntos: ¿qué del amor, qué de la vida, qué de lo escrito… qué de Dios? Como aquel viejo sujeto romántico, tal vez a su imagen de absoluto que se yergue vertebrando la conciencia, también la enorme densidad vivida en el amor, en la escritura, en Dios ha sufrido una gran explosión que ha repartido partículas de lo que fue por la nada. Los poemas de Gallego Ripoll parten de esa disgregación existencial del ser y de sus símbolos: «y te deja seguir hacia la noche, / desnudo y frío y solo y expoliado, / la nada.» Pero sólo descubren su invisibilidad —el concepto que el libro busca encuadrar de un modo implícito— cuando, tras la dispersión, recobran la unidad perdida en su exigüidad, en su apenas nada: «Hasta que todo es uno: lo escrito y lo guardado, / lo que envolvió un silencio, lo que fue letra impresa, / quien lee desde el olvido lo que olvidó el amante.»
Este lugar invisible, paraíso perdido de los dones de la vida, es, en sí mismo, toda la riqueza posible: «Quédate en tu rincón, que no te vean, / no vaya a ser / que apetezcan de tu hambre, y te la quiten.» A su poco más que nada le toca reconstruir las pérdidas, crear un nuevo patrimonio interior con los restos: «Paso a paso subir es disolverse / sin nada entre las manos: las caricias / son la mejor moneda, y nada valen, / nada cuestan, por nada se canjean.» Esta reconstrucción no es únicamente circunstancia ante el derrumbe, sino condición que enjuicia el vivir: «que en lo efímero está la persistencia de la dicha, / y que es inútil querer guardar su aroma, / porque nada de lo que luego se recuerda permanece.» Esta es la invisibilidad a la que las pérdidas condenan y a la que Gallego Ripoll responde con una poética de los gestos efímeros, del casi nada, del baldío, como quien reúne conchas en la playa para recobrar el mar: «Yo voy dejando signos dentro de las almohadas, / sonrisas entre las hojas de los libros, / restos de agua en cada cuerpo amado. / No para qué ni para quién, acaso / desde nada y a nada: por mí mismo; / solo por, si volviera, / saber que alguien estuvo, que alguien fue.» La duda —«si volviera»— ocupa ahora el extraviado lugar de la certidumbre.
[El Ciervo nº 675. Junio, 2007]
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