CABEZA DE ÉBANO, de Rodolfo Häsler
Igitur/poesía, Montblanc, 2007
En uno de los mejores poemas de Cabeza de ébano, de donde procede el título del libro y el editor imprime con orgullo en la contracubierta, se describen los saltos de un mirlo por el jardín. Las leves huellas de sus pisadas parecen «una escritura fecunda a fuerza de velar por las raíces», una «poética viajera» que se antoja emblema de un libro con poemas que se titulan «La Habana», «Berna» o «Barcelona». Tal vez lo sea, aunque el mirlo saltarín no encarna la metáfora del poeta, por la simple razón de que este también se encuentra en la escena… mirando: «Me enciendo solo en la candela / voluptuosa de tu quehacer… mirando». Este mirar al exterior, al lugar, desencadena la escritura del mirlo. La filosofía y la literatura le han puesto mayúsculas al concepto de tiempo. Este libro del poeta suizo-cubano Rodolfo Häsler (1958) parece preguntarse: ¿y si nuestro ser lo formara el espacio, no el tiempo? O, dando un paso más allá: «¿Se puede entrar en el espacio de la memoria?»
En los primeros poemas, Häsler establece su genealogía espacial: Toulouse, Haití, Cuba, Berna, Stettin, Barcelona… Los nombres tienen aquí una mera función, se diría, cronológica, pero a diferencia de las asépticas marcas del tiempo, los lugares poseen espesor y sonido, y su evocación se adensa en elementos concretos: descripciones («Bandadas de gansos blancos buscando gusanos / escarban en la paja mezclada con estiércol»), objetos («en la infancia jugaba con una réplica / en peluche»), impresiones sensuales («y el olor que despide, / tan acre ahora, mezcla de sexo, escalofrío / y la humedad del deseo») y hasta actitudes («El poeta no sabe si es necesaria tanta reflexión sobre el entorno habitado»). Fragmentos de memoria, instantes salvados del paso del tiempo, sí, pero la «poética viajera» del mirlo, la escritura, los convierte en otra cosa: en la materia que constituye el ser de quien se mira, su esencia. Cabeza de ébano está construido, a través del «Libro de viajes» de una biografía, como un retrato lírico, interior, modelado por el espacio.
Cabría preguntarse, a continuación, por la razón que otorga a cierto lugar el privilegio de construir una esencia. Häsler ofrece un respuesta luminosa: «habitáculos donde la vida, / desde un instante suspendido, levanta su guadaña / sobre el olor espumoso de la menta». O dicho de otro modo: allí donde el ser se ha sentido condonado del paso mortal del tiempo, este espacio deja de estar afuera para ser dentro. Este es el sentido implícito de la sección más amplia del conjunto, titulada «Visiones». Los poemas, uno a uno, parecen pequeños recuerdos de algún viaje, o incluso connotan «el sentido mágico del viaje». Su estilo sensual, la destreza de las descripciones, la voz moral que teje lo dispar de la mirada y la vivacidad de las escenas no ocultan que cada texto se presenta ante el lector in media res, como una tesela perfecta de un mosaico ausente. La última «Visión» ofrece una pauta de regusto clásico para la comprensión del conjunto: «Navegar al encuentro del ídolo de barro, / el que te lleva sin pausa de un puerto a otro». Es la navegación —sus visiones— y no el encuentro lo que constituye el ser.
Cabeza de ébano se cierra con un poema extenso, «El muro», en el que el «ser espacio» que el libro ha trazado a través de genealogía y biografía se yergue ahora como juicio del presente: el muro construido en mitad del olivar para dividir casas, cosechas y días se convierte en símbolo del horror contemporáneo, sobre todo porque invierte el sentido vital del espacio: «el muro sentencia / la duración».
En los primeros poemas, Häsler establece su genealogía espacial: Toulouse, Haití, Cuba, Berna, Stettin, Barcelona… Los nombres tienen aquí una mera función, se diría, cronológica, pero a diferencia de las asépticas marcas del tiempo, los lugares poseen espesor y sonido, y su evocación se adensa en elementos concretos: descripciones («Bandadas de gansos blancos buscando gusanos / escarban en la paja mezclada con estiércol»), objetos («en la infancia jugaba con una réplica / en peluche»), impresiones sensuales («y el olor que despide, / tan acre ahora, mezcla de sexo, escalofrío / y la humedad del deseo») y hasta actitudes («El poeta no sabe si es necesaria tanta reflexión sobre el entorno habitado»). Fragmentos de memoria, instantes salvados del paso del tiempo, sí, pero la «poética viajera» del mirlo, la escritura, los convierte en otra cosa: en la materia que constituye el ser de quien se mira, su esencia. Cabeza de ébano está construido, a través del «Libro de viajes» de una biografía, como un retrato lírico, interior, modelado por el espacio.
Cabría preguntarse, a continuación, por la razón que otorga a cierto lugar el privilegio de construir una esencia. Häsler ofrece un respuesta luminosa: «habitáculos donde la vida, / desde un instante suspendido, levanta su guadaña / sobre el olor espumoso de la menta». O dicho de otro modo: allí donde el ser se ha sentido condonado del paso mortal del tiempo, este espacio deja de estar afuera para ser dentro. Este es el sentido implícito de la sección más amplia del conjunto, titulada «Visiones». Los poemas, uno a uno, parecen pequeños recuerdos de algún viaje, o incluso connotan «el sentido mágico del viaje». Su estilo sensual, la destreza de las descripciones, la voz moral que teje lo dispar de la mirada y la vivacidad de las escenas no ocultan que cada texto se presenta ante el lector in media res, como una tesela perfecta de un mosaico ausente. La última «Visión» ofrece una pauta de regusto clásico para la comprensión del conjunto: «Navegar al encuentro del ídolo de barro, / el que te lleva sin pausa de un puerto a otro». Es la navegación —sus visiones— y no el encuentro lo que constituye el ser.
Cabeza de ébano se cierra con un poema extenso, «El muro», en el que el «ser espacio» que el libro ha trazado a través de genealogía y biografía se yergue ahora como juicio del presente: el muro construido en mitad del olivar para dividir casas, cosechas y días se convierte en símbolo del horror contemporáneo, sobre todo porque invierte el sentido vital del espacio: «el muro sentencia / la duración».
[El Ciervo nº 682. Enero de 2008]
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