Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

jueves, 3 de enero de 2019

Echar unas partidas con Walter Benjamin



Vicente Valero, Duelo de alfiles 
Periférica, Cáceres, 2018 

«Duelo de alfiles es un libro singular…» empieza la nota de contracubierta. Choca en la frase la palabra «libro». Para la tópica del paratexto en su lugar debería aparecer el género. Algo así como «es una novela singular». La indefinición —subrayada con el adjetivo singular—, sin embargo, se propone como género de este libro. Me pregunto por qué. ¿Le añade algo que sea un libro? ¿Le resta algo que sea una novela o unas memorias? Memorias no parecen. El propio Vicente Valero, en una de las páginas, ofrece un género: la autoficción.
    Un subgénero novelesco de cierta fertilidad en nuestro tiempo. Subgénero, la autoficción, que no carece de críticos universitarios que cuelgan en la red sus artículos, pero que acaso sí esté necesitado de referentes notables. Aquí tiene uno: Duelo de alfiles. El libro se sostiene en tres puntales temáticos: un narrador en primera persona muy próximo al autor (ha nacido y vive en su misma isla, y con él comparte memoria y gustos), el ajedrez y la literatura centroeurpea en el tránsito del siglo XIX al XX como modelo cultural y fenomenológico. El vínculo entre los tres ejes es la narración de cuatro viajes donde se reflexiona sobre la vida y sus complejidades a partir del ajedrez y de la literatura entendidos como sus metáforas.
     Existe otro vínculo que une las cuatro narraciones y que les proporciona una coherencia novelesca que la nota de contracubierta le niega. Cada uno de los cuatro capítulos está concebido formalmente con la misma estructura: a partir de un desplazamiento habitual (dos son de trabajo, dos de vacaciones) surge la coincidencia de ampliarlo hacia un destino no previsto donde le aguarda al narrador la sorpresa más importante del viaje. Este calco de estructuras no tendría sentido si no transmitiera uno de los contenidos más relevantes del libro. El hecho de que se narren diversas partidas de ajedrez y en todas ellas se advierta sobre su apertura subraya el valor simbólico de esta estructura: tras haber empezado algo por donde se conoce, lo esencial no se encuentra en ese primer propósito, sino en los movimientos casuales que lo desvían, es decir, en lo imprevisible hacia donde conduce una «partida», la vida misma, por codificada que esté en el presente.
     Junto a este hay otros elementos recurrentes, y cada uno parece transmitir un mensaje. Tanto el narrador como los personajes históricos sobre los que trata —Benjamin, Brecht, Nietzsche, Kafka y Rilke— vagan por Europa —desde los países nórdicos hasta Italia, una Europa entonces llena enfrentamientos patrióticos— como por una única patria. Ese europeísmo que impregna todo el libro (o novela), ahora cuando tantos países lo ponen en duda, se alza como una de sus afirmaciones esenciales. Todo el libro es la apología de una cultura paneuropea y vale la pena subrayarlo. Vicente Valero, a través del narrador alter ego, trata a estos autores en lengua alemana como si fueran su propia tradición. Y, de hecho, el libro demuestra que lo son.
      Con ser interesantes estos aspectos, el elemento sustancial del libro es su radical reivindicación del espacio en la comprensión de las ideas. Se diría que estas páginas están escritas, en primer lugar, contra aquellos formalistas que decretaron la muerte del autor, curiosamente en la misma época de la que aquí se habla. El narrador ha leído con atención, obviamente, a los escritores que forman el núcleo de su interés literario. De hecho, algunas páginas podrían formar parte de un ensayo sobre sus obras. Duelo de alfiles va un paso más allá en la comprensión de las ideas literarias y filosóficas. El recorrido que hace por los espacios biográficos de los autores —son ejemplares la contemplación diaria de las ventanas del piso que ocupó Nietzsche en Turín o el paseo por el recorrido que Rilke realizaba a diario para despachar su correo— dinamiza y potencia las ideas que han llegado a través de la lectura, las relaciona con lo que estuvieron relacionadas en el momento en el que se formularon: el paisaje, los espacios vitales, una cotidianidad… la vida. Los lugares añaden, a pesar de las décadas transcurridas, matices que ayudan al lector a sentir las obras como las sintieron quienes las escribían, en el momento de escribirlas. Un conocimiento menos conceptual y más circunstancial, otorgándole paradójicamente a esta palabra un cierto valor, también, de comprensión espiritual. Al cabo sí es posible que no sea una novela y sí un libro. O mejor: una escritura, esa sublimación de los géneros a la que tiende cada vez más la literatura sin adjetivos.

[Clarín nº 138. Noviembre, diciembre de 2018]

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