Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

miércoles, 24 de junio de 2020

Parentescos del epigrama



1. 
La etimología de «epigrama» parece obvia: lo que se escribe (γραφὼ) por encima (ἐπί). Su origen salta a la vista. Eran las frases cuya escritura se realizaba sobre un objeto o material que tenía su propia existencia sin necesidad de lenguaje. Pero el lenguaje, de repente, le añadía un valor (añadido, se diría ahora). Por ejemplo, los epitafios, un tipo específico de epigrama, que de repente sobre la tumba evocaba al finado. Otros lo podían hacer sobre el mármol de la estatuaria o en un jarrón conmemorativo. Parece que esta etimología no tenga nada que ver, sin embargo, con el «epigrama» literario, puesto que cuando empezaron a escribirse como textos su soporte pasó a ser el convencional de cualquier género. Papiro, para los antiguos; papel, para los modernos y pantalla de píxeles para los contemporáneos. Aunque los epigramas continúan siendo sobre-escritura. No será una definición literal, pero sí figurativa. El epigrama no es la descripción de una situación, sino su interpretación o, mejor, su estilización. Es decir, los epigramas escriben por encima de la realidad para poderla, desde arriba, aguijonear.
    Pese a la vitalidad con la que florece el género en época helenística, el gran genio del epigrama surge a continuación, un romano que nace en Calatayud y se llama, como tantos paisanos, Marcial. O mejor, Marco Valerio Marcial (40-104), natural de Bílbilis, localidad de la provincia Tarraconense. Crece en Roma como discípulo de Séneca, pero regresa a su ciudad natal en la madurez. Escribe doce libros de epigramas —digamos— misceláneos y tres libros más con título y contenido. Quince. Los libros tienen una media de cien textos, con un total de 1.555 epigramas. No sé si el número final es pretendido, pero lo parece. Se suele apreciar de sus epigramas el genio satírico y la descripción de costumbres, pero lo más admirable es el lenguaje. Dos milenios después la frescura y espontaneidad siguen vigentes por entero. Como si se acabaran de publicar. En cada uno de los momentos de estos dos mil años sus epigramas han sido tan actuales como cualquier escrito de cada época. Tan contemporáneos. Tan vivos, se diría. Se lee a Ovidio traduciendo al presente la escritura, pero Marcial es quien traduce al lector cuando lo lee, lo desvela. Fue un gran escritor, pero quizá también el más antiguo precedente de la fotografía. Cada uno de sus epigramas es una instantánea. Y en el álbum que nos legó aparecen retratos, crónicas, panorámicas, detalles, paisajes, bodegones, hábitos, interiores, exteriores urbanos, rústicos y hasta infrarrojos. Fotografías hechas con palabras, también esto puede ser lo epigramático.
    Y, por otra parte, resulta significativo también que el epigrama mantenga un secreto parentesco con el cabaret. La idea no es mía. La dejó implícita Marcial cuando le dedicó el primero de sus libros de Epigramas a Platón, preguntándole con ironía: «¿Por qué has venido, severo Platón, al teatro, [a ver a «la alocada Flora»]? ¿O es que solo viniste para salir?». Leída desde esta época, la dedicatoria resulta evidente: el epigrama está en el lugar que Platón jamás hubiera visitado. Es decir, en el Cabaret, viendo a «la alocada Flora».

2.
En la pequeña historia del Epigrama se suele situar un momento de esplendor en el Barroco, y en especial entre los autores de lengua inglesa. La época, sin duda, parece propicia para elevar la voz y aguzar el ingenio. Aunque tampoco se puede decir que lo cultivaran con insistencia. Esteban Manuel de Villegas (1589-1669) escribió nueve. Y John Donne, cuyos epigramas quizá sean los más celebrados, veinte. Ente estos, la mayoría parecen chistes: «Klokius ha jurado con tanta firmeza no volver a entrar / en el burdel, que no se atreve a ir a su casa», dice uno.
    Quizá el mayor epigramista barroco no escribió en una lengua vernácula, sino en latín. Fue el galés John Owen (1564-1628), autor de Epigrammatum, un conjunto de doce libros recogidos en cuatro ediciones que se publicaron entre 1606 y 1613. Notable por los juegos de palabras y el uso de los recursos expresivos del ingenio, en el contenido se amurallan los valores de la religión protestante: «Y en un Principio sin principio alguno, / Y de aqueste principio siempre uno / Por diferentes modos / Toman principio los principios todos». La letra castellana a la música latina de Owen se debe a un humanista tortosino, Francisco de la Torre y Sevil (1625-1681), quien las tradujo, comentó e incluso amplió generosamente en 1674, en un volumen titulado Agudezas de Ivan Oven traducidas en metro castellano.
    Lo primero que llama la atención es la mudanza del género. Lo que el autor denomina «Epigrama», el traductor interpreta como «Agudeza». No es un cambio inocente: Pedro Ruiz Pérez, estudioso de esta singular traducción, señala con acierto cómo «El paso de los Epigrammata del británico a las Agudezas del español apunta una clave en el desplazamiento del humanismo renacentista por el ingenio barroco». De la Torre no se limita tampoco a dar una única versión de cada epigrama. Empieza por la más literal, luego añade otra más explicativa (con los datos que la original sustrae), a la que siguen en ocasiones dos o tres añadidas más, en diversos metros e incluso algunas, siempre a partir del díptico latino, en décimas o en composiciones más extensas. Y a muchos epigramas así traducidos les añade también una certera explicación en prosa. Es un magnífico ejemplo de hiperactuación formal barroca: con una brizna de contenido de Owen, De la Torre versifica y versifica sin límite. Y con innegable gracia verbal. Por ejemplo, el «Epitafio a un ateísta» lo traduce, en primera instancia, así: «Murió, como si vivir / No hubiera después de muerto. / Vivió, como si de cierto / No se hubiera de morir».

3.
El siglo XVIII tuvo la oportunidad de convertirse en un siglo áureo del epigrama vernáculo. Se le incluyó en la herencia clásica, se le adscribió una métrica más o menos reconocible y, sobre todo, se le otorgó un papel en la cultura de la época: el de la ser la cara B del clasicismo, la jocosa y satírica, frente a la anacreóntica y acartonada cara A. «Jano bifronte» denominan sus editores modernos a Nicolás Fernández de Moratín (1737-1780), poeta ilustrado y autor del Arte de putear. Así fue también el siglo, bifronte, y el epigrama se apuntaba como el gran género clásico de la trastienda.
    Sin salir de la familia, el hijo de don Nicolás, Leandro (1760-1828), genio preclaro del Neoclasicismo, así lo entendió. En un cuaderno autógrafo que se conserva con las obras poéticas del dramaturgo (donde reconoce que «no ha solicitado nunca la gloria de poeta lírico; sabiendo cuán difícilmente se obtienen dos coronas en el Parnaso»), modestamente titulado Obras Sueltas, en perfecta mezcolanza reúne: sonetos, odas, idilios, cánticos, epístolas, romances y epigramas. Leandro Fernández de Moratín escribió diecisiete. En algunos recupera nombres clásicos, como los que dedica, con gran delicadeza, a Lesbia; en otros más burlescos los usa castizos, como Geroncio. No son menores las diecisiete piezas: tienen levedad, ironía, ritmo y gracia. Especialmente gratas resultan para la posteridad las pullas literarias. Nunca sacrifica el leve aguijón por el mal gusto. Elijo una quintilla (aabba) como ejemplo, graciosa hasta en las rimas. Se titula «A un escritor desventurado, cuyo libro nadie quiso comprar»: «En un cartelón leí, / que tu obrilla baladí / la vende Navamorcuende… / No has de decir que la vende; / sino que la tiene allí».
    El gran autor epigramático del XVIII fue, sin ninguna duda, Juan de Iriarte y Cisneros (1702-1771), natural de La Orotava, en la Isla de Tenerife. Estudió en Francia, donde aprendió francés y latín, pero sobre todo se aficionó a los libros antiguos. Tanto que, a su regreso a la península, visitaba con tanta regularidad la Biblioteca Real y tal era su interés, constancia y conocimientos que acabó por ser nombrado Bibliotecario. Su dominio del latín le llevó, más tarde merecer el cargo de Oficial Traductor del reino, aunque seguía pasando los días en la biblioteca. Su fe latinista no conocía límites. Inició una autobiografía en latín, que no concluyó, pero sí publicó en 1764 una insólita Gramática latina en verso castellano. Debió de ser también buen pedagogo. Enseñó latín al primogénito del Duque de Béjar no desde la gramática, sino desde la conversación, hablándole en latín al mozo, que al poco le respondía con fluidez.
    Pero la afición literaria mayor de Juan de Iriarte fue acrecentar su colección de epigramas, la mayoría en latín, más los ciento catorce que escribió en castellano o adaptó de los latinos. Tradujo a Marcial y a otros autores clásicos. Al parecer no pasaba día sin escribir un nuevo epigrama y se cuenta «que también amenizaba con ellos su conversación familiar», aunque —puntualiza su biógrafo, por si las moscas— «rara vez se habrá visto unida tal viveza de imaginación con tanta inocencia y miramiento». Lo que posiblemente sea cierto: Iriarte pudo haber convertido el epigrama incluso en cara A del siglo, si no hubiera sido tan excelente latinista, y si no les hubiera dado a los demás por valorar los poemas a peso: cuanto más largos (e insufribles), más prestigio. Pero al menos dejó escrita la mejor definición del género: Sese ostendat apem, si vult epigramma placere: / insti ei brevitas, mel, et acumen apis. Una delicia, también en castellano: «A la abeja semejante, / para que cause placer, / el epigrama ha de ser: / pequeño, dulce y punzante». Como ejemplo de la capacidad visionaria que Juan de Iriarte desplegó en sus redondillas epigramáticas en lengua vernácula, elijo una de aire literario, que dialoga con la de Leandro y que firmaría la actualidad ahora mismo: «La obra que es de mal autor / Se vende más. Pues no quiero / Que a mí jamás el librero / Me llame buen escritor».
    Cierra el siglo áureo del epigrama otra figura egregia de Neoclasicismo que vislumbra el horizonte romántico, el poeta, crítico y matemático Alberto Lista (1775-1848), quien, si bien nunca ha gozado de fervor popular, sí ha mantenido devociones entre los eruditos. Lista publicó en sus Poesías de 1922 veinticinco epigramas. De tema amoroso, algunos con un claro presentimiento romántico. Mayor interés que el tema, sin embargo, posee la forma que elije para ellos, la seguidilla con bordón, siete versos que alternan heptasílabos y pentasílabos, articulados en dos estrofas, que juegan a responderse entre sí. Copio una serranilla, que no es ejemplo del conjunto, pero sí una delicia poética: «Ven, hermosa serrana, / ven a mi selva / que el sol por esos campos / tu rostro quema: // Ven y no tardes, / que aquí hay fuentes y sombras / y amor y amante». Resulta significativo esta apuesta de Lista por el regreso del género al ámbito amoroso con carácter lírico. Influiría en ello su conocido repudio de lo «popular», su apuesta exclusiva por el arte como imitación clásica y el lenguaje «culto y de alto coturno», como señala Hans Juretschke, su biógrafo. En este contexto el epigrama matiza sus agudezas: las punzadas viran hacia un yo prerromántico, amoroso y doliente.
    Ahora bien, esta reflexión en torno a la obra epigramática de Lista queda al descubierto cuando en 1927 José María de Cossío publica las Poesía inéditas del poeta dieciochesco, que añaden al corpus once epigramas más, compuestos la mayoría en redondillas triviales y con asuntos a la altura del más ordinario de los gustos populares. Once epigramas rescatados que significan nada menos que el final del sueño ilustrado del Epigrama. Y, claro, el inicio de la pesadilla decimonónica, el chiste con retintín como fin último del género: «Yo te regalo, bien mío, / de nueces cuatro docenas, / y porque no se te vayan / te las enviaré sin piernas».

4.
Lo que parecen promesas en el XVIII equilibrado, el XIX desaforado las frustra. No solo los epigramas decimonónicos de Alberto Lista desmerecen de su aspiración métrica y temática para el género, sino que la propia biografía de los autores encarna la descreencia. A punto de cumplir los treinta años León de Arroyal (1755-1813) publica Los epigramas (1784), con un prólogo donde subraya un concepto que se va imponiendo cada vez más como su esencia: «popular». No solo se la atribuye a los clásicos («La belleza de los de Marcial consiste en un juego artificioso de voces, que suele encubrir un concepto las más veces popular»), sino que lo busca también en su origen: «la turba magna de los cantares para la música vulgar… y entre estos es cosa admirable el oír en boca de una pobre lavandera, o un rústico labrador algunos, que pueden por su belleza y gracia competir con los más ponderados de la antigüedad». Los suyos no carecen de interés, incluso alguno presenta aspiraciones metafísicas, como el titulado «De la Muerte»: «¡Oh sobre qué principio tan incierto / fundamos la esperanza de la vida. / Como si esta nos fuese concedida / un cierto día, o un instante cierto!». Pero lo paradigmático de Arroyal no fue su contribución literaria sino su deriva biográfica. Del epigrama pasó a la sátira, de esta al panfleto, y de este al insulto directo en la infinita pugna política que desangró el siglo. Y este camino fue también el que desvirtúa poco a poco la herencia de Marcial.
    Figura destacada de esta época, en la que literatura y política se entreveran, fue el polifacético Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862), dramaturgo y poeta al mismo tiempo que desempeñó los más altos cargos del Estado. Su contribución al epigrama consta de dos escuetos momentos, pero muy relevantes: una definición extraída de su Poética (1843), un extenso poema teórico, y una colección de epitafios —variante funeraria del epigrama— a los que se les ha otorgado acentos prerrománticos: «El cementerio de Momo» (en Poesías, 1833). La gracia en la expresión de ambos tributos no se niega, aunque tampoco las deudas. Una acertada metáfora rubrica su definición: «y cual rápida abeja vuela, hiere, / clava el fino aguijón y al punto muere». Pero a poco que se compare se verá que la misma abeja ya había rondado el epigrama, en uno de Juan de Iriarte («A la abeja semejante…»). Y algún epitafio, que parece tan popular como los que ensalzaba Arroyal, posee, sin embargo, parentesco más elevado. Como este: «Agua destila la piedra, / Agua está brotando el suelo… / —¿Yace aquí algún aguador? / —No, señor; un tabernero». Que recuerda al que Marcial (I, LVI) dedica «A un tabernero»: «Anegada por constantes lluvias la viña está empapada; aunque quieras, tabernero, no podrás vender vino puro».
    El costumbrismo pronto se apodera del género, cuya difusión crece al mismo tiempo que va sumergiéndose su calidad en el chabacanismo. La última década del XIX y las primeras del XX fueron terreno propicio para cultivar epigramas, aunque cada vez más cerca del chiste que del agudo ingenio. También hubo gradación en la degradación. El fin de siglo fue territorio propicio para los juegos verbales. En 1890, Josep Borrás (1840-1912) publicó una lujosa edición de Candideces de La Punta. Colección de epigramas y otras menudencias, con ilustraciones de Apeles Mestres y destacados dibujantes. Sus juegos de palabras son constantes, y su inventiva antroponímica para hallar rimas resulta proverbial. Apunto un ejemplo: «El pianista Emilio Llanos / invitó un día a tocar / a Paulinita Escobar / una pieza a cuatro manos. / Y entre mil y mil trabajos / la niña al muy re-la-mi-do / le contestó: — Convenido / si me toca usted los bajos».
    Idéntica característica comparte Constantino Llombart (1848-1893), en su Pullitas y cuchufletas. Ciento y un epigramas (1892). Otro ejemplo de su perspicacia lingüística: «—¡Volcánica es mi pasión! / A Ramón le dijo Mónica, / Y contestole Ramón: / —¿Volcánica? No, ¡balcónica! / ¿No está usted siempre al balcón?».
    Y por último, destacan los cuarenta y seis epigramas que escribió Juan Pérez Zúñiga (1860-1938) en su acertadamente titulado Confetti, 1899, «Epigramas, Cantares, Moralejas, Sonetos, Juegos de palabras y otras menudencias». Al escritor humorista le gustan también los juegos de palabras, pero enseguida se ve que el humor ha pasado ya de la sutiliza lingüística a la sal gruesa de las más zafias y toscas identidades. Como ejemplo el último de su colección de epigramas, XLIV: «Expulsó la solitaria / en Carnaval Josefina, / que está en situación precaria, / y exclamó su nena Hilaria: / —¡Ya tenemos serpentina!».
   Durante las primeras décadas del siglo XX siguieron publicando libros de epigramas los autores nacidos en el XIX. Sus nombres han pasado desapercibidos en la historia literaria, y cuando se consultan los libros se concluye que con razón. El modelo a seguir es ya el de Pérez Zúñiga, solo que con menos dotes estilísticos y con rimas y metáforas más groseras. Fueron escritores cuyos nombres vale la pena consignar como epitafio del género en lengua vernácula: Ángel Avilés (Madrigales y epigramas. 1901), El bachiller Kataclá (Epigramas, 1905 y Nuevos epigramas, 1909), Silvio Kossti (Epigramas, 1920) o Agustín Aicart, que dejó sus Poesías: cánticos, sonetos, odas, letrillas, epigramas (escribió noventa) en un manuscrito que encabeza uno que con el tiempo ha acabado por resultar profético, pues los lectores han cumplido al pie de la letra su consigna, no sé si por esta u otras razones: «Si estás muy enamorado / De ti, cualquiera que seas, / Mis epigramas no leas, / No sea que retratado / En la primera te veas».

5.
Siglo de desapariciones, el XX entierra el epigrama y al mismo tiempo añora su renacimiento. Decae la chabacanería y pseudopopulismo que se había apoderado del término, absorbe su tradición clásica y lo transforma. El maestro epigramista del siglo va a ser un incómodo genio de la literatura, Ramón Gómez de la Serna (1888-1963). Una condición que le impedía perpetuar la decadencia, así que retomó la tradición epigramática y no dejó títere con cabeza. Le devolvió al género la prosa (que el Modernismo había convertido en más poética que la poesía) y el sentido más puro de la brevedad, que tantas veces quedaba en entredicho. Le añadió recursos poéticos, narrativos, juegos de palabras, polisemias; todo cuanto encontró en el almacén de quincallero de la tradición. Los envolvió con el terciopelo de un nombre nuevo —el XX se ha pirrado siempre por la nomenclatura— y los entregó como innovación de Vanguardia. Los viejos epigramas renacieron como jóvenes y lozanas Greguerías. El Total de Greguerías que publicó en 1962, contiene 1.592 páginas de ave fénix. Abro una al azar, la 848, y leo: «El repollo es la hortaliza en enaguas». Su genialidad epigramática está en haberle dado la vuelta a la sal gruesa de la chistosidad malintencionada. Gómez de la Serna convierte el humor en canela fina: ingenuidad, inocencia e inteligencia como sus exclusivos ingredientes.
   Otra opción del XX va a ser la que encarne de modo ejemplar el nicaragüense Ernesto Cardenal (1925-2020) en un libro importante para el género: Epigramas, publicado en México, en 1961. Cardenal arrasó toda la historia de mutaciones que le precedía, la mayoría degradantes, es cierto, y se convirtió en contemporáneo de Catulo y Marcial, a quienes tradujo mientras escribía sus epigramas. La operación de Cardenal fue un agiornamento completo, temático y formal. Mantuvo la ironía y el tono de los clásicos, pero insertó el género dentro de la poesía del siglo XX, y este fue su acierto. El más célebre de sus epigramas reúne los dos ámbitos temáticos sobre los que le gusta escribir a Cardenal, la política y el amor: «Me contaron que estabas enamorado de otro / y entonces me fui a mi cuarto / y escribí ese artículo contra el Gobierno / por el que estoy preso». Poema que ha dejado una pequeña colección de réplicas y homenajes, incluso una reedición del libro lo copia en la cubierta. Sin embargo, el epigrama de Cardenal que prefiero destacar es otro, menos vistoso, quizá, pero con raíces más profundas, aquellas que lo relacionan con el origen de la lírica vernácula, vínculo que fortalece la nueva adscripción lírica del género —como quiso Alberto Lista en el XVIII—. Es el que evoca la maravillosa jarcha mozárabe: «¿Que faré, mamma? / Meu-l-habib est' ad yana» (Madre, ¿qué haré? / Mi amigo está en la puerta) y que le proporciona al epigrama de Cardenal la dimensión lírica auténticamente popular que tan bien combina con la flema clásica. Y dice así: «Todavía recuerdo aquella calle de faroles amarillos / con aquella luna entre los alambres eléctricos, / y aquella estrella en la esquina, una radio lejana, / la torre de La Merced que daba aquellas once: / y la luz de oro de tu puerta abierta, en esa calle». Quizá hable también de la luz de oro epigramática, cuya puerta abierta, sin embargo, ya solo parece transitarse, de regreso al barullo del XIX, en las aplicaciones informáticas del XXI.

[Clarín nº 147. Oviedo, mayo-junio, 2020. Págs. 16-20]

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