Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

miércoles, 17 de junio de 2020

Calles sin salida. Un poema de José Luis García Martín



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La celebración de la edad es propicia a los recuerdos. Se acumulan en algún hangar del cerebro sin que se alcance a saber, cuando ahí se abandonan, su importancia. Si décadas más tarde se descubre el valor simbólico de uno, habrá que buscarlo entre la nube de polvo que levanta a su alrededor el trajinar con el pasado. Me he preguntado, en este aniversario del poeta José Luis García Martín, qué camino me condujo hasta su amistad.
    Lo más evanescente del recuerdo son las fechas. Creo que debió de ser una mañana hacia 1980, poco después de que se publicara Autorretrato de desconocido. Sé que tenía unos veinte años y estudiaba filología. Los espacios, sin embargo, surgen con mayor nitidez. Al pasar por la calle Matilde, un estrecho pasaje perpendicular a la Travesera de Gracia, me fijé que en una papelería recién abierta. En una de las paredes vi unos estantes con libros usados. Entré. Eran de poesía. La selección, espléndida. Me los hubiera llevado todos a casa, pero las circunstancias me contenían. Así que solo quise comprar uno. Tampoco resultó fácil. Los libros eran la biblioteca del propietario, un joven, algo mayor que yo, que acababa de llegar con ellos a Barcelona y había abierto aquel comercio para subsistir. Vivía en la trastienda. Y solo estaba dispuesto a vender sus libros a quien lo mereciera. Así que empezó a citarme poetas y hasta los Novísimos respondí al examen con solvencia. Me lo vendió.
     No puedo recordar ahora el nombre de mi amigo librero, otro sfumato de la memoria. Aunque entonces vivía muy lejos de Gracia, incluí la papelería en la ruta de regreso a casa desde la facultad. Un día sacó de los estantes tres o cuatro números de una revista de cubiertas muy blancas. Jugar con fuego. Y me habló de su director. Me dijo, qué bien lo recuerdo: «Es un tipo fascinante, escribe poemas falsos de otros poetas, pero los lees y son tan buenos como los del autor de la firma». Aquel día salí con un ejemplar de la revista en la mochila. Poco después ya se los había comprado todos. La revista me entusiasmó, así que un día me atreví y mandé unas líneas a la dirección que aparecía en las páginas. Una carta, posiblemente, larga —la época daba para ello—. Y recibí a los pocos días otra de José Luis García Martín más extensa que la mía. Y ahí empezó una correspondencia que aún no se ha extinguido, aunque ahora ya no lleven sello las cartas.
    La historia, que tan bien encaminada parece, no acabó bien. En la papelería se formó una pequeña tertulia de proyectos de poeta, al finalizar el horario comercial, a la que asistía encandilado hasta que un día encontré la persiana del local cerrada. Algo extraño, porque al vivir en el interior de la tienda, nunca la bajaba. Volví a los pocos días y lo mismo. El enigma me pesaba. Alguien me contó, más tarde, que lo habían encontrado dentro. Se había ahorcado. Fue aquel, cuyo nombre ahora no consigo recordar, mi primer amigo muerto. El legado que me dejó, la amistad con el primer poeta «conocido» que trataba, la he sabido cuidar, sin embargo, hasta hoy.

2
Sin abandonar el ámbito de la memoria, creo que puedo determinar tres lecturas significativas de la obra poética de José Luis García Martín —la crítica y la diarística, tanto en libros como en la prensa, las he leído como una continuidad durante cuatro décadas—. La primera fue durante los años ochenta, y al paso de sus ediciones: Autorretrato de desconocido (1979), El enigma de Eros (1982), Tinta y papel (1985)… De este título escribí una reseña, la cuarta de la columna «El Balcón de Enfrente» y la décima reseña, más o menos, que escribía en mi vida. Posiblemente también siguiera escribiendo notas de los libros que siguieron a este.
    La segunda lectura la recuerdo como la más significativa. Tuvo como motivo la edición de Material perecedero. Poesía 1972-1998. En lugar de leer esta antología, rescaté los volúmenes originales y al regresar a sus páginas descubrí, después de muchos años, lo que había aprendido en la poesía de García Martín. No reconocí elementos expresivos que hubiera reproducido después en mis textos, aunque es posible que hubiese algunos, sino los movimientos verbales del poema. Aspectos como dónde situar el arranque, cuándo ralentizarlo o sacudirlo de repente o cómo sorprender al final los aprendí en la escuela de los libros de García Martín. No son rasgos fáciles de objetivar, quizá sean intuiciones que tienen que ver, sobre todo, con la no siempre visible profundidad que posee cuanto se escribe.
    La tercera lectura, unos años más tarde, coincidió con otro volumen antológico y la realicé en un sentido opuesto al de la segunda: dejaron de preocuparme mis impresiones y me interesó contemplar en su conjunto los once libros publicados entonces por García Martín, incluida la sección inédita de Mudanza (2004). Recuerdo que hubiera preferido escribir un texto crítico extenso sobre el resultado de esta lectura, pero tuve que constreñirlo a las palabras exigidas para una página de revista. El esfuerzo de resumen de entonces lo aprovecho ahora para evocar, en unas pocas líneas, mi recorrido lector por el conjunto de su obra.
   Lo primero que se constata es que los dos pilares que sostienen el entramado poético de José Luis García Martín han permanecido inmutables a lo largo de décadas de escritura. Uno es el tema axial del conjunto: la vivencia del amor como una desposesión. De este tema derivan los asuntos reiterados en todos sus libros: la soledad («mi noche inmensa de hombre solo» declara uno de los poemas), la discontinuidad de la experiencia amorosa, la mitificación de la despedida e incluso la exaltación de la «compañía» de libros y autores clásicos. El otro pilar no alterado por los años es una poética que busca expresar no la experiencia duradera y transmisible, sino aquella otra concreta, fruto de las vivencias personales e intransferibles, que en lugar de argumentos forma una mera yuxtaposición de imágenes en clave privada (la enumeración es uno de los recursos más frecuentes del poeta). En Mudanza hay varios poemas que la hacen explícita con gran acierto: «El ave que traza un círculo en el cielo, / el viento que arrebata las hojas de los árboles / la piedra que cae, la nube que pasa, / el ruido de un insecto, el olor de la yedra /.../ me empuja, me detiene, dicta lo que escribo.
   Frente a lo inmutable, el lector consigna también lo que necesariamente cambia: la edad del poeta, y con ella sus destrezas. Así los tres primeros libros (1972-1982) están escritos bajo el influjo de un lirismo impresionista no exento de encanto. «Adolescencia» se titula el primer poema, pero antes que un mundo adolescente, este periodo inicial evoca su crisis. Más leído y ambicioso, en los tres títulos siguientes (1985-1992) García Martín imposta literariamente una voz lírica. Los poemas tienden a construirse como monólogos dramáticos en clave cultural y anhelan presentarse como la confesión o el testimonio de toda una vida. Más adelante, Principios y finales (1997) consolida un verdadero personaje poético, gracias sobre todo a la sucesión bien cohesionada de monólogos dramáticos («Retrato de un escritor de cierta edad» sería el emblema de este personaje). Al afán de la visión total de la vida en el poema le sustituye ahora el juicio del instante en el que se dirime la existencia, que sin duda ofrece mayores posibilidades de expresión con menor énfasis. Salvo un pequeño paréntesis neorromántico (1998-99), los dos libros últimos, Al doblar la esquina (DVD, Barcelona, 2001), y el inédito incluido en Mudanza, añaden a la obra una curiosa visión de la temporalidad, que lejos de angustiar al sujeto, le proporciona una experiencia de la posesión, aquella que le va a permitir reconciliarse con su vida (la infancia es un asunto que aparece de súbito ahora), con el presente y su carpe diem de amores discontinuos, e incluso con el recuerdo de la desposesión y de sus desesperanzas.

3
El poema que elijo para comentar es «Calles», de Autorretrato de desconocido (1979), el primer libro de José Luis García Martín que leí algunos meses después de impreso. Tomo la última versión publicada del texto, en la página 24 de Mudanza:

 CALLES 

 Calles de una ciudad que desconozco
con poca gente y viento y lluvia gris.
Espero a quien no ha llegado mientras altas
se encienden luces en ventanas solas
y una mujer pasea en una esquina.
Hay ojos que me miran un instante
y no saben leer palabras que no digo:
«Dame otro nombre, cambia mi destino».

     No justifica la elección el relieve del texto en la obra del poeta, pues resulta evidente que José Luis García Martín es autor de un conjunto mayor de poemas excelentes escritos en época de madurez, sino la importancia que tuvo para el lector, ahora exégeta, en aquella primera lectura cuando el libro se editó y en la segunda, décadas después, cuando la relectura le reveló las claves de la influencia recibida.
  Apenas ocho versos blancos, seis endecasílabos y dos alejandrinos, muestran su breve recorrido formal. Cabría señalar una asonancia en los dos últimos (digo-destino), un polisíndeton en el segundo y un hipérbaton construido sobre un encabalgamiento («altas / se encienden luces»). El léxico es, a lo largo del poema, el común del castellano convencional, salvo, quizá, la última palabra, «destino», utilizada en su acepción filosófica. Es conocida la apuesta del autor por la poesía figurativa, es decir, la expresión coloquial y la estética realista. Las formas parecen adecuarse a este modelo, aunque no al completo. La métrica, la alteración sintáctica, la proyección filosófica del léxico son detalles —en el contexto de una clara disminución— que no anulan el protagonismo formal del poema. Y se podrá añadir, como se verá a continuación, que tampoco la construcción temática se realiza con parámetros exclusivamente realistas.
   En un primer acercamiento temático el poema se puede agrupar en el epígrafe que, en la tercera lectura, ya con relieve crítico, se había señalado como «tema axial del conjunto: la vivencia del amor como una desposesión». Es una formulación abstracta, pero que en este caso posee una concreción biográfica que ha dado lugar a multitud de poemas y reflexiones memorialistas. En el epicentro de la poesía amorosa de García Martín, que es el tema vertebrador de cualquier otra percepción poética, existió una relación y una ulterior cita frustrada siendo un estudiante en la ciudad de Coimbra. A partir de esta historia de amor se podría afirmar que se construye el personaje poético de toda la obra: en primer término, a través de lo acaecido, contándose una y otra vez a sí mismo la secuencia y afinando la mirada a partir de la cual observar el mundo. Este es el estadio en el que se encuadra temáticamente «Calles». Después le seguirá un progresivo alejamiento de su propia historia que acentúa la ironía, abre las puertas a otras interpretaciones del amor menos ideales y desemboca en un fértil encomio de la soledad. Lo curioso de esta evolución es que marca también la relación del autor con sus propios poemas, desde el fervor apasionado inicial —en el que se halla inmerso «Calles»— hasta el absoluto escepticismo —la nota introductoria de Mudanza es un emblema: «estos poemas… puedan ser reproducidos, plagiados, parafraseados, retocados, con o sin cita el nombre del autor».
    En este contexto temático, «Calles» se sitúa en el epicentro de la explosión lírica y amorosa de la obra. Los versos recrean un desencuentro («Espero a quien no ha llegado»), que es al mismo tiempo de un encuentro («Hay ojos que me miran»); en un contexto de degradación amorosa («y una mujer pasea en una esquina»), donde se pronuncia una petición de amor idealizado («cambia mi destino»); mediante un diálogo a la vez explícito (en el entrecomillado del último verso) y silenciado («palabras que no digo»). El lector asiste al íntimo debate entre la incomprensión esencial de una situación ocurrida y a la necesidad existencial de crear en el poema una posible comprensión.
  Los vínculos locativos del poema parten de una enumeración (con un polisíndeton que multiplica la impresión enumerativa) que le dota de una atmósfera sentimental dañosa. Y se concretan en términos con clara proyección de espacios reflejos, que subrayan lo impreciso («desconocido, gris») y lo desolado («luces en ventanas solas, una mujer…»). También la impresión del sujeto ante la temporalidad es frágil («un instante»). Matices, en su conjunto, que antes evocan valores simbólicos e impresionistas, fruto de una experiencia expresada en clave personal, que una mera descripción objetiva propia de un realismo de escuela.
     El giro final del poema, en la voz entrecomillada del último verso («Dame otro nombre, cambia mi destino»), supone la visión repentina de un desenlace ideal —e idealizado— para tan aciagos presagios y para tan dañina ausencia, la posibilidad real de otra vivencia. En una anotación de sus Diarios, Franz Kafka realiza una exclamación que ayuda a leer el sentido de epifanía del verso: «¡Como centellea ante mis ojos abiertos esa vida posible!» (24-10-1911). Una vida posible que en el poema de García Martín, sin embargo, antes de ser evocada ya ha sido negada por el incomprensible peso de lo acaecido («y no saben leer palabras que no digo»), mediante una rotunda doble negación, objetiva (no saben leer) y subjetiva (no digo) al mismo tiempo. Un verso cuya contradicción esencial dibuja un íntimo retrato del sujeto, una experiencia interior, que es también una poética: una manera de mostrar y ocultar en el mismo gesto verbal. Y un verso, por cierto, del que también podría haber sido comentarista Kafka: «la felicidad posible va volviéndose cada vez más imposible».


[Alrededores de José Luis García Martín, edición y prólogo de Hilario Barrero. Cuadernos del Humo. Nueva York, 2020. Págs. 60-68].

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