Jenaro
Talens (1946) publicó Orfeo filmado en el
campo de batalla en 1994, una edición de Hiperión con cubierta en color
verde aguamarina. De los otros libros del poeta habré leído unos cuantos,
siempre con interés, pero este me faltaba en el estante. Así que lo rescato de
un lote de libros que encuentro en el puesto de Sánchez, en el mercado de San
Antonio, el domingo pasado. En el mismo montón veo otros títulos de los años
ochenta y noventa, de poetas incluso de mi generación. Todo los que encuentro
ya los tengo, así que me quedo solo con el volumen, por el que pago tres euros.
Ni en este, ni en los otros que tenía alrededor veo ningún rastro del dueño
anterior. Ni firma, ni fecha, ni anotaciones. Un lector silencioso. Pero
atento, su biblioteca —ahora hecha jirones— no me parece convencional. Luego,
cuando abra el libro de Talens encontraré una pista. El sello en papel del
lugar donde se compró: Librería Escarabajal, situada, según veo, en la Calle
Mayor de Cartagena. En Wikipedia descubro que esta librería abrió sus puertas
en 1888 y las cerró en 2013.
Aunque tengo otras lecturas pendientes,
me ha apetecido colar este libro y leerlo durante una tranquila tarde de
diciembre. Es posible que ahora haga diez o quince años desde que leí el último
libro de Jenaro Talens, no sé muy bien por qué en cierto momento me dejó de
interesar. Así que lo inicio con una idea difusa de su autor, pero favorable. Incluso
esperanzada, pensando que tal vez este libro que me había saltado fuera el
definitivo.
En
las primeras páginas, donde se reproduce el título del libro, me hace sonreír
una fecha entre paréntesis: «(1993)». Como el libro es del 94, parece que el autor
defienda, como si fuera un dependiente de pastelería, que su obra es reciente.
Escrito y publicado casi al mismo tiempo. Aunque yo lo lea con veintiocho años
de retraso. ¿Habrá caducado esa inmediatez? Fechar de esta manera un libro es
un gesto que está a medio camino entre la ingenuidad y la petulancia. Luego,
cuando lo haya leído, tal vez le encuentre un sentido a la fecha: Talens es un
poco grafómano y de ahí el empeño por ubicar la escritura en el tiempo. En
muchos poemas aparece escribiendo en el momento de vivir lo que evoca el poema:
en habitaciones de hotel, en cafés, en aviones. En cualquier parte. A sí mismo
se presenta como un fotógrafo se haría un autorretrato, siempre cámara en alto.
En coherencia con esta grafomanía, salvo algunos, sus textos carecen de la concreción
de poema, forman parte un flujo de escritura cuyo inicio o final, en cada
página, parece aleatorio porque en general continúa en la siguiente con
idénticos tonos y significados.
El
tono, o mejor, el despliegue lingüístico de su escritura, es un aspecto cuyo
interés reconozco como lo que me había seducido en el pasado. No sé bien por
qué. Aprecio la distancia que establece, a través de la lengua, con la materia
que evoca en cada poema. Esta distancia, observo, es doble. Por una parte, las
palabras no designan un contenido, sino que construyen por encima un
recubrimiento enigmático que en sí mismo resulta atractivo revelar. Es una
derivación de las técnicas barrocas, pero, por otra parte, y a diferencia de
estas, las fricciones del entramado no producen la típica sensación de calentamiento
verbal, sino, por el contrario, muestran un perfil gélido. Pétreo, casi. Como
si flecos y pliegues lingüísticos no fueran trazados en el verso con un
despliegue de colores, sino con blanco y tieso alabastro.
Hasta
este punto creo que reconozco las virtudes del poeta que había admirado. Pero descubro
una diferencia, leo a muchos años de distancia de su publicación, no solo los
del libro, sino también los míos, puesto que hasta este momento creo que
siempre he sido, como lector, más joven que el poeta. En esta ocasión, sin
embargo, supero en más de una década la edad que tenía el autor al escribirlo,
y creo que eso pesa también en la lectura. Porque ahora me encandila menos la
dicción y me preocupo más por ir al epicentro de los significados a partir de
los cuales se despliega su admirable carpa verbal.
Orfeo filmado en el campo de
batalla es un
título pretencioso. Con Introducción, siete títulos de «Capítulo» y Epílogo, la
estructura para-cinematográfica también lo es. En el séptimo, «Eurídice», por
ejemplo, un conjunto de diez poemas numerados, no se consigue percibir nada que
no tenga relación con la línea temática que han desarrollado los anteriores
capítulos. Con excepción del «Capítulo tres», que evoca una celebración amorosa
durante unas vacaciones de Semana Santa en Nerja, en el resto fluye el vago
ensimismamiento de un temperamento depresivo, una evocación de estados de ánimo
de una difusa nostalgia o de un malestar cuya indefinición lo emparienta con
las pasiones inmaduras. Tal vez, tardoadolescentes. Esa voluntad de acumulación
de rasgos oscuros le lleva incluso a traicionar su habitual dominio del
lenguaje con pleonasmos («y esconde mis recuerdos en un lugar oculto») y con
obviedades («en esta piel que ahora me cubre como un escalofrío»).
Este
único tema del libro, la insatisfacción consigo mismo, es la que va adaptándose
a las diferentes realidades por las que transita el poema, de ahí que el libro
se lea antes como un dietario poético escrito por un único sujeto, que como un
desarrollo complejo de personajes y tramas mitológicas como el que poeta ha
querido presentar. En esa descompensación entre estructura y significado radica
la petulancia del libro, en un nivel externo. Pero en el nivel interno también
se reproduce la sensación que tiene el lector de asistir a la proyección de una
hermosa vacuidad, dada la riqueza verbal desplegada para tal ausencia
conceptual.
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