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Tengo la sensación de que los
libros de Antonio Crespo Massieu nacen unos de otros, como si cada nuevo libro
estuviera ya latente en algunos versos escritos por el poeta hace años, o como
si los nuevos poemas se desplegaran todos a partir de la existencia de un poema
anterior. Tal vez esta sensación solo proceda
de lo mal que se ajusta la poética de Crespo a la miopía de la época, que
atiende a los libros como si fuera grageas que se toman con horario, esta
visión que se nos impone fragmentada, cuarteada. No sé. Era solo una impresión
inicial para empezar a hablar. El caso es que el asunto central del libro que
nos ha convocado esta tarde aquí, El
dolor que amamos, en su perfecta articulación en dos partes, la ausencia y
los ausentes, no es ajena al poeta, en absoluto. Se diría que hablar de ello es
un propósito que existe ya en sus poemas más antiguos. Por ejemplo, en el texto
«Palabra como mano perdida», que se publicó en el volumen En este lugar, en 2004, su primer libro, se pueden leer estos
versos que han esperado casi veinte años para desarrollarse por completo en el libro actual: «Decir / de la ausencia / coger
la palabra / la mano perdida / Decir / y que algo nazca / que alguien viva». No
creo que, después de leído el libro actual, se pudiera resumir en términos más
precisos. Decir de la ausencia.
Y el
poema «Tesis 9 (tikun)», que hace referencia a la tarea de restaurar o de
resarcir el mundo y está publicado en su segundo libro, Orilla del tiempo (2005), concluye con cuatro versos premonitorios:
«Y la ausencia / mudó su nombre / y la memoria encendió / las sílabas del
tiempo». La impresión temática es poderosa, pero quizá a Antonio Crespo le
faltaba entonces, en aquellos años, descubrir algo a través de lo cual tomar la
palabra de la ausencia y poder nombrarla poéticamente. Le faltaba una metáfora.
Es decir, le faltaba descubrir la metáfora creadora del conocimiento poético.
Me
detengo un poco en la idea. Es conocida la tesis de Walter Benjamin donde
defiende la necesidad de contar la historia con todos los muertos de los
desastres de la historia para poder realizar el camino que va desde el pasado
hasta el futuro. Pero Antonio Crespo no es un historiador, es un poeta. Y si
bien todos acompañamos ese camino, que es a lo que se refiere Benjamin, la
poesía no comparte los mismos propósitos ciudadanos. Porque la poesía no es una
entidad exclusivamente temporal como sí lo es la historia, no comparte la
concepción binaria del tiempo, que es la dialéctica entre pasado y futuro. La
poesía, que está erguida en el tiempo, también se sustenta en el espacio (como
el poeta sabe muy bien, pues es un gran observador de lugares), espacio que le
proporciona, a la poesía, un elemento más que nunca se ha comprendido desde el
tiempo, que es la existencia del presente. La comprensión del presente
difícilmente remonta el dictamen de Jorge Manrique, en el siglo XV: «Pero si
vemos lo presente / cómo en un punto s’es ido / e acabado, / si juzgamos
sabiamente, / daremos lo non venido por pasado». Términos que repite casi al
pie de la letra Cioran en el siglo XX: «Inútil intentar asirme a los segundos,
los segundos se escapan: no hay uno que no me sea hostil, que no me rechace y
haga patente su negación a exponerse conmigo. Inabordables todos, uno tras otro
proclaman mi soledad y mi derrota» (Caer
en el tiempo). El propio Crespo se suma en un verso al mismo parecer: «ahora / el tiempo se escapa sin remedio».
Antonio
Crespo habla con frecuencia del tiempo en sus poemas. En la concepción convencional el tiempo es un tema
esencial, el espacio una mera circunstancia. Pero el poeta piensa desde el
espacio, que es la intuición del presente. Y, además, elabora este pensar desde el lugar con rasgos
formales de una poderosa intuición. El poema «Anochecer en el Rompido» se
inicia con una estrofa de un único verso que define a la perfección el ámbito
de pensamiento poético donde se sitúa el texto: «Abre el mar el libro de las
preguntas». Con mayor exactitud no se podría expresar: es «el mar», el espacio,
quien permite la epifanía. La estrofa siguiente es un ejemplo de pensamiento locativo
puro. Tan puro que ni siquiera existen tiempos verbales en su construcción: «Las
barcas varadas en cieno de marisma, / cárdeno atardecer, belleza imposible. / Silencio
y espera. Lejanas voces de niños. / Farolillos encendidos, palmeras. / Una
larga flecha de arena». La estrofa siguiente atribuye al tiempo lo descrito:
«Un tiempo lento. / Preludio y despedida», que es la definición perfecta del
presente. Pero el presente no es un componente del binomio que rige el tiempo,
que es lo que nunca está presente, sino que es la esencia del espacio. El lugar
es el tiempo lento, la fusión de lo
que empieza y de lo que acaba en una única mirada; unión de opuestos radicales que
es, si uno lo piensa bien, la esencia misma del pensamiento poético. El poema
concluye con dos versos que desvelan de modo explícito cuanto se acaba de decir
aquí: «Conjuga tu presencia la luz que declina. / Y hace más leve la herida».
Eso es la poesía: la conjugación que el yo emprende del lugar donde arraiga
para redimirlo y redimirse del tiempo.
La
escritora portuguesa Gabriela Llansol decía que «el tiempo tiene dos alas, pero
el espacio tiene tres». Y esa tercera ala es con la que vuela la poesía y tiene
nombre, se llama presente. En sus dos libros iniciales Antonio Crespo ya muestra
el propósito de escribir sobre la idea que emerge en este libro, pero aún no
sabía cómo abordarla poéticamente. Aún tardaría diez años en descubrirlo.
El libro que se presenta hoy parece
desplegado al completo de un poema de otro anterior, Obstinada memoria, de un texto que titula «Acaso el ángel». O,
dicho de otra forma, El dolor que amamos
le debe a un poema de 2015 su génesis. El descubrimiento de la metáfora que le
dará lugar. Os recuerdo el inicio de este poema que, a partir de un gesto
verbal de aire coloquial, casi una anécdota, un inicio muy propio del poeta, se
hila una trama en absoluto circunstancial: «Las armas las carga el diablo / (decía
mi madre) / y los poemas ¿quién los carga? / Acaso el ángel…». Y sigue:
«terrible como la belleza, / el ángel estremecido y distante de Rilke». El
poema se construye con un recuento de los diferentes significados que el ángel ha
tomado para la historia, para el arte, para la poesía: el ángel de Rilke, el de
Paul Klee, el de Benjamin, los de Rafael Alberti, el de Fra Angélico. «¿Acaso
son todos el mismo ángel?» se pregunta el poema. La respuesta, en los versos que
le siguen, es en sí misma una poética: «Una voz descendida a silencio, / que
nace en el poema y duerme y espera / como niño sin ángel, perdido y solo / en
el signo herido, en la letra». Y concluye: «Tal vez un ángel / o tal vez su
ausencia».
El ángel
que faltaba en este recuento es el ángel que le ha permitido a Antonio Crespo
escribir el presente libro: «El ángel que sostiene el mundo»; es decir, el ángel
del espacio, el ángel con que habitar el presente, el ángel de la poesía. Un
ángel en «silencio», un ángel que «espera», un ángel «sin ángel», un ángel
«perdido» en lo escrito. Un ángel que es al mismo tiempo «ángel» y «ausencia». Su
condición lo desvela: «Este ángel sostiene el dolor del mundo». El ángel es el
que carga los poemas. Es la metáfora que abre «el libro de las preguntas» desde
la escritura del presente.
3
El
dolor que amamos está construido sobre tres pilares temáticos,
tres símbolos que vertebran los significados que fluyen entre los versos. El
primero, ya ha sido evocado, es el ángel, que es la manera de concretar el
sentido que tiene lo difuso. El emblema de lo difuso tiene una poderosa imagen
en el libro: «Así pintó Antonello da Messina el ángel que sostiene el muerto». En
otro poema del libro leo: «Este es el ángel de las pequeñas cosas. / El que
recoge hilos, hebras, filamentos de tiempo / perdidos en el sumidero de la
historia». Y el ángel tiene también un atributo, que es «el hilo o hebra
finísima del tiempo». Porque, como ya «ha sido escrito: / “cada hebra es un
nombre, una historia, un acontecer”». La dimensión del poema surge diáfana:
«Rescatar fragmentos, pedacitos, / lo que tal vez fuiste…».
El
mecanismo poético que Antonio Crespo propone para establecer su magnitud y medida aparece explícito
en un impresionante poema, «Marcel (desde Celeste)». Céleste Albaret, ama de
llaves y cuidadora de Proust en sus últimos años, fue también el ángel que
cerró para siempre los ojos del escritor, como el ángel de Antonello da
Messina. «Y ahora, / Celeste corta un mechón de pelo, / lo guarda entre sus
manos, / como una palabra que salvara / el empeño de una vida: / hilo del
tiempo, hebra de la infancia». Este es el tratamiento temático en El dolor que amamos. Restaurar los
sentidos a partir de un mechón de pelo.
De un hilo. De una hebra de la historia.
El ángel que concreta lo difuso,
por una parte, y, por la otra, existen la hebra, el hilo, el filamento, el mechón, los
vestigios que abren la puerta a la comprensión. Un propósito que exige una
finalidad. Unos versos del libro la concretan de este modo: «Lo irreparable, la
disolución, / el olvido, el tenaz esfuerzo / por llegar a tu ausencia». Este es
el tercer pilar que sostiene el libro que ha escrito Antonio Crespo, y también
el que más había ansiado abordar, el que está presente en su escritura desde
sus poemas más antiguos. Es también el principio moral de mayor amplitud, que
abarca todas las facetas de una personalidad. La ausencia importa como
ciudadano que, en el sentido benjaminiano de la historia, no desea un futuro
que no haya redimido a los humillados del pasado. Y como individuo, que al
transitar por la vida puede repetir las palabras que pronuncia «la mujer» del
que ha regresado: «El dolor, su ausencia, me vivía». Es decir, de quien vive la
ausencia de familiares, de amistades, de personas a las que admiraba. A esta compartida
experiencia, que el poeta describe con exactitud en los versos citados arriba:
«…el tenaz esfuerzo / por llegar a tu ausencia», le faltaba un postrer esfuerzo singular, la voluntad poética
por convertir la ausencia en voz. En canto. En el objetivo del poema.
El dolor que amamos se
articula, ya se ha adelantado al principio de estas palabras, en dos partes. La
primera es una indagación poética en la ausencia. La segunda, un recuento
personal de ausentes. Ausencia y ausentes son los modos de una conjugación. Llegar
a la ausencia y «Hablar a los ausentes». Construir con ellos un presente
habitable. Como el presente del «regresado»:
«Ahora mira el mar. Los niños jugando en la arena. / Y calla.» El ángel del
silencio que carga el poema. La rúbrica del tiempo.
Me he extendido, quizá en exceso,
por los aspectos temáticos del libro. Lo exigían, tal vez, por su propia
densidad, pero no quiero acabar estas palabras de acercamiento a El dolor que amamos sin mencionar los
procesos formales a través de los cuales Antonio Crespo construye los
significados.
El
primero es la conversión de múltiples referencias culturales (cinematográficas,
literarias, históricas y musicales) en materia léxica, es decir, en
significado concreto, no temático. El modo de realizarlo es variado, hay citas intertextuales («La
blanca mano, el cabello que el viento mueve, esparce y desordena»), hay menciones,
hay recreaciones, hay evocaciones (por ejemplo, la de Claudio Rodríguez a
través de los títulos de sus libros: «la claridad que contigo desciende / en
forma de vuelo, celebración, conjuro»), y, en general, la referencia culta se
convierte en significado actual, como en estos versos: «cuando fue a Delfos /
para que las batas blancas, la asepsia y el bisturí / leyeran el minúsculo trozo
de carne», donde la identidad entre oráculo y hospital enriquece lo que el
poema significa. En este capítulo de las referencias culturales tienen una
importancia decisiva las parábolas, es decir, las historias concretas que el
poema detalla para alcanzar, a través de ellas, un significado abstracto más
elevado y más complejo.
En
segundo lugar, a la hora de discernir sus modos de significar, importa también
subrayar ciertos hábitos sintácticos que le proporcionan carácter a la
escritura. Como las enumeraciones («Desciendes hacia el río en bicicleta, / las
granjas, el bosque, las ruinas, / habitaciones alquiladas por horas. / La
Loire. La catedral de Saint Etienne.»), y también las espléndidas descripciones
que contiene este libro, como la del poema «Anochecer en el Rompido» ya reproducido
arriba.
En suma,
solo me falta agradecer la emoción y el estremecimiento con el que he ido
leyendo cada una de estas páginas que con tanta clarividencia ha escrito
Antonio Crespo Massieu para todos nosotros desde un presente que solo en los
versos permanece indemne, y para sus ausentes, que también son los nuestros.
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