Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

viernes, 17 de marzo de 2023

Nombrar al ausente | Presentación de «El dolor que amamos», de Antonio Crespo Massieu




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Tengo la sensación de que los libros de Antonio Crespo Massieu nacen unos de otros, como si cada nuevo libro estuviera ya latente en algunos versos escritos por el poeta hace años, o como si los nuevos poemas se desplegaran todos a partir de la existencia de un poema anterior.  Tal vez esta sensación solo proceda de lo mal que se ajusta la poética de Crespo a la miopía de la época, que atiende a los libros como si fuera grageas que se toman con horario, esta visión que se nos impone fragmentada, cuarteada. No sé. Era solo una impresión inicial para empezar a hablar. El caso es que el asunto central del libro que nos ha convocado esta tarde aquí, El dolor que amamos, en su perfecta articulación en dos partes, la ausencia y los ausentes, no es ajena al poeta, en absoluto. Se diría que hablar de ello es un propósito que existe ya en sus poemas más antiguos. Por ejemplo, en el texto «Palabra como mano perdida», que se publicó en el volumen En este lugar, en 2004, su primer libro, se pueden leer estos versos que han esperado casi veinte años para desarrollarse por completo en el  libro actual: «Decir / de la ausencia / coger la palabra / la mano perdida / Decir / y que algo nazca / que alguien viva». No creo que, después de leído el libro actual, se pudiera resumir en términos más precisos. Decir de la ausencia.

Y el poema «Tesis 9 (tikun)», que hace referencia a la tarea de restaurar o de resarcir el mundo y está publicado en su segundo libro, Orilla del tiempo (2005), concluye con cuatro versos premonitorios: «Y la ausencia / mudó su nombre / y la memoria encendió / las sílabas del tiempo». La impresión temática es poderosa, pero quizá a Antonio Crespo le faltaba entonces, en aquellos años, descubrir algo a través de lo cual tomar la palabra de la ausencia y poder nombrarla poéticamente. Le faltaba una metáfora. Es decir, le faltaba descubrir la metáfora creadora del conocimiento poético.

Me detengo un poco en la idea. Es conocida la tesis de Walter Benjamin donde defiende la necesidad de contar la historia con todos los muertos de los desastres de la historia para poder realizar el camino que va desde el pasado hasta el futuro. Pero Antonio Crespo no es un historiador, es un poeta. Y si bien todos acompañamos ese camino, que es a lo que se refiere Benjamin, la poesía no comparte los mismos propósitos ciudadanos. Porque la poesía no es una entidad exclusivamente temporal como sí lo es la historia, no comparte la concepción binaria del tiempo, que es la dialéctica entre pasado y futuro. La poesía, que está erguida en el tiempo, también se sustenta en el espacio (como el poeta sabe muy bien, pues es un gran observador de lugares), espacio que le proporciona, a la poesía, un elemento más que nunca se ha comprendido desde el tiempo, que es la existencia del presente. La comprensión del presente difícilmente remonta el dictamen de Jorge Manrique, en el siglo XV: «Pero si vemos lo presente / cómo en un punto s’es ido / e acabado, / si juzgamos sabiamente, / daremos lo non venido por pasado». Términos que repite casi al pie de la letra Cioran en el siglo XX: «Inútil intentar asirme a los segundos, los segundos se escapan: no hay uno que no me sea hostil, que no me rechace y haga patente su negación a exponerse conmigo. Inabordables todos, uno tras otro proclaman mi soledad y mi derrota» (Caer en el tiempo). El propio Crespo se suma en un verso al mismo parecer: «ahora / el tiempo se escapa sin remedio».

Antonio Crespo habla con frecuencia del tiempo en sus poemas. En la concepción convencional el tiempo es un tema esencial, el espacio una mera circunstancia. Pero el poeta piensa desde el espacio, que es la intuición del presente. Y, además, elabora este pensar desde el lugar con rasgos formales de una poderosa intuición. El poema «Anochecer en el Rompido» se inicia con una estrofa de un único verso que define a la perfección el ámbito de pensamiento poético donde se sitúa el texto: «Abre el mar el libro de las preguntas». Con mayor exactitud no se podría expresar: es «el mar», el espacio, quien permite la epifanía. La estrofa siguiente es un ejemplo de pensamiento locativo puro. Tan puro que ni siquiera existen tiempos verbales en su construcción: «Las barcas varadas en cieno de marisma, / cárdeno atardecer, belleza imposible. / Silencio y espera. Lejanas voces de niños. / Farolillos encendidos, palmeras. / Una larga flecha de arena». La estrofa siguiente atribuye al tiempo lo descrito: «Un tiempo lento. / Preludio y despedida», que es la definición perfecta del presente. Pero el presente no es un componente del binomio que rige el tiempo, que es lo que nunca está presente, sino que es la esencia del espacio. El lugar es el tiempo lento, la fusión de lo que empieza y de lo que acaba en una única mirada; unión de opuestos radicales que es, si uno lo piensa bien, la esencia misma del pensamiento poético. El poema concluye con dos versos que desvelan de modo explícito cuanto se acaba de decir aquí: «Conjuga tu presencia la luz que declina. / Y hace más leve la herida». Eso es la poesía: la conjugación que el yo emprende del lugar donde arraiga para redimirlo y redimirse del tiempo.

La escritora portuguesa Gabriela Llansol decía que «el tiempo tiene dos alas, pero el espacio tiene tres». Y esa tercera ala es con la que vuela la poesía y tiene nombre, se llama presente. En sus dos libros iniciales Antonio Crespo ya muestra el propósito de escribir sobre la idea que emerge en este libro, pero aún no sabía cómo abordarla poéticamente. Aún tardaría diez años en descubrirlo.

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El libro que se presenta hoy parece desplegado al completo de un poema de otro anterior, Obstinada memoria, de un texto que titula «Acaso el ángel». O, dicho de otra forma, El dolor que amamos le debe a un poema de 2015 su génesis. El descubrimiento de la metáfora que le dará lugar. Os recuerdo el inicio de este poema que, a partir de un gesto verbal de aire coloquial, casi una anécdota, un inicio muy propio del poeta, se hila una trama en absoluto circunstancial: «Las armas las carga el diablo / (decía mi madre) / y los poemas ¿quién los carga? / Acaso el ángel…». Y sigue: «terrible como la belleza, / el ángel estremecido y distante de Rilke». El poema se construye con un recuento de los diferentes significados que el ángel ha tomado para la historia, para el arte, para la poesía: el ángel de Rilke, el de Paul Klee, el de Benjamin, los de Rafael Alberti, el de Fra Angélico. «¿Acaso son todos el mismo ángel?» se pregunta el poema. La respuesta, en los versos que le siguen, es en sí misma una poética: «Una voz descendida a silencio, / que nace en el poema y duerme y espera / como niño sin ángel, perdido y solo / en el signo herido, en la letra». Y concluye: «Tal vez un ángel / o tal vez su ausencia».

El ángel que faltaba en este recuento es el ángel que le ha permitido a Antonio Crespo escribir el presente libro: «El ángel que sostiene el mundo»; es decir, el ángel del espacio, el ángel con que habitar el presente, el ángel de la poesía. Un ángel en «silencio», un ángel que «espera», un ángel «sin ángel», un ángel «perdido» en lo escrito. Un ángel que es al mismo tiempo «ángel» y «ausencia». Su condición lo desvela: «Este ángel sostiene el dolor del mundo». El ángel es el que carga los poemas. Es la metáfora que abre «el libro de las preguntas» desde la escritura del presente.

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El dolor que amamos está construido sobre tres pilares temáticos, tres símbolos que vertebran los significados que fluyen entre los versos. El primero, ya ha sido evocado, es el ángel, que es la manera de concretar el sentido que tiene lo difuso. El emblema de lo difuso tiene una poderosa imagen en el libro: «Así pintó Antonello da Messina el ángel que sostiene el muerto». En otro poema del libro leo: «Este es el ángel de las pequeñas cosas. / El que recoge hilos, hebras, filamentos de tiempo / perdidos en el sumidero de la historia». Y el ángel tiene también un atributo, que es «el hilo o hebra finísima del tiempo». Porque, como ya «ha sido escrito: / “cada hebra es un nombre, una historia, un acontecer”». La dimensión del poema surge diáfana: «Rescatar fragmentos, pedacitos, / lo que tal vez fuiste…».

El mecanismo poético que Antonio Crespo propone para establecer su magnitud y medida aparece explícito en un impresionante poema, «Marcel (desde Celeste)». Céleste Albaret, ama de llaves y cuidadora de Proust en sus últimos años, fue también el ángel que cerró para siempre los ojos del escritor, como el ángel de Antonello da Messina. «Y ahora, / Celeste corta un mechón de pelo, / lo guarda entre sus manos, / como una palabra que salvara / el empeño de una vida: / hilo del tiempo, hebra de la infancia». Este es el tratamiento temático en El dolor que amamos. Restaurar los sentidos a partir de un mechón de pelo. De un hilo. De una hebra de la historia.

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El ángel que concreta lo difuso, por una parte, y, por la otra, existen la hebra, el hilo, el filamento, el mechón, los vestigios que abren la puerta a la comprensión. Un propósito que exige una finalidad. Unos versos del libro la concretan de este modo: «Lo irreparable, la disolución, / el olvido, el tenaz esfuerzo / por llegar a tu ausencia». Este es el tercer pilar que sostiene el libro que ha escrito Antonio Crespo, y también el que más había ansiado abordar, el que está presente en su escritura desde sus poemas más antiguos. Es también el principio moral de mayor amplitud, que abarca todas las facetas de una personalidad. La ausencia importa como ciudadano que, en el sentido benjaminiano de la historia, no desea un futuro que no haya redimido a los humillados del pasado. Y como individuo, que al transitar por la vida puede repetir las palabras que pronuncia «la mujer» del que ha regresado: «El dolor, su ausencia, me vivía». Es decir, de quien vive la ausencia de familiares, de amistades, de personas a las que admiraba. A esta compartida experiencia, que el poeta describe con exactitud en los versos citados arriba: «…el tenaz esfuerzo / por llegar a tu ausencia», le faltaba un postrer esfuerzo singular, la voluntad poética por convertir la ausencia en voz. En canto. En el objetivo del poema.

El dolor que amamos se articula, ya se ha adelantado al principio de estas palabras, en dos partes. La primera es una indagación poética en la ausencia. La segunda, un recuento personal de ausentes. Ausencia y ausentes son los modos de una conjugación. Llegar a la ausencia y «Hablar a los ausentes». Construir con ellos un presente habitable. Como el presente del «regresado»: «Ahora mira el mar. Los niños jugando en la arena. / Y calla.» El ángel del silencio que carga el poema. La rúbrica del tiempo.

 5

Me he extendido, quizá en exceso, por los aspectos temáticos del libro. Lo exigían, tal vez, por su propia densidad, pero no quiero acabar estas palabras de acercamiento a El dolor que amamos sin mencionar los procesos formales a través de los cuales Antonio Crespo construye los significados.

El primero es la conversión de múltiples referencias culturales (cinematográficas, literarias, históricas y musicales) en materia léxica, es decir, en significado concreto, no temático. El modo de realizarlo es variado, hay citas intertextuales («La blanca mano, el cabello que el viento mueve, esparce y desordena»), hay menciones, hay recreaciones, hay evocaciones (por ejemplo, la de Claudio Rodríguez a través de los títulos de sus libros: «la claridad que contigo desciende / en forma de vuelo, celebración, conjuro»), y, en general, la referencia culta se convierte en significado actual, como en estos versos: «cuando fue a Delfos / para que las batas blancas, la asepsia y el bisturí / leyeran el minúsculo trozo de carne», donde la identidad entre oráculo y hospital enriquece lo que el poema significa. En este capítulo de las referencias culturales tienen una importancia decisiva las parábolas, es decir, las historias concretas que el poema detalla para alcanzar, a través de ellas, un significado abstracto más elevado y más complejo.

En segundo lugar, a la hora de discernir sus modos de significar, importa también subrayar ciertos hábitos sintácticos que le proporcionan carácter a la escritura. Como las enumeraciones («Desciendes hacia el río en bicicleta, / las granjas, el bosque, las ruinas, / habitaciones alquiladas por horas. / La Loire. La catedral de Saint Etienne.»), y también las espléndidas descripciones que contiene este libro, como la del poema «Anochecer en el Rompido» ya reproducido arriba.

En suma, solo me falta agradecer la emoción y el estremecimiento con el que he ido leyendo cada una de estas páginas que con tanta clarividencia ha escrito Antonio Crespo Massieu para todos nosotros desde un presente que solo en los versos permanece indemne, y para sus ausentes, que también son los nuestros.  

 


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