NUEVA YORK DESPUÉS DE MUERTO, de
Antonio Hernández
Calambur, Madrid, 2013
Toma Antonio Hernández (1943) el
título de este libro de un proyecto poético de Luis Rosales (1910-1992) que la
enfermedad le impidió realizar. En este plantearse escribir lo que no pudo su «maestro»
hay implícito un homenaje, es evidente, pero este aspecto en seguida queda
minimizado por las posibilidades que ofrece la experiencia con la otredad. La
estructura en tríptico soñada por Rosales para su Nueva York después de muerto, y respetada por Antonio Hernández,
facilita una suerte de prisma poético invertido, que recibe por un costado una
serie de elementos descompuestos (admiración, lectura, experiencia, amistad,
vivencia...) y los devuelve como un único haz de luz, la escritura poética.
También como en la figura del prisma, los triángulos que realizan la reflexión se
combinan en paralelo. En un primer acercamiento se descubre una gradación en
las tres partes del libro: los temas, la vivencia, la encarnación. Inmediatamente
aparecen sus tres «autores» simbólicos: Federico García Lorca, Luis Rosales y
Antonio Hernández. A continuación los espacios, Nueva York —tratada como ciudad
y como civilización— y Granada. Y para cerrar, la conjunción entre la vida, la
muerte y la vida «después de muerto», que es la escritura del propio libro.
Esta
estructura, que mezcla todos sus elementos, se mantiene diáfana en la
organización del libro. La primera parte —los temas— evoca las conversaciones
con Luis Rosales sobre la civilización norteamericana y sobre Nueva York con el
recuerdo implícito de García Lorca. Es el primer acercamiento, el de la
realidad. Se juzga el ser norteamericano («el origen más firme y peligroso / de
la cultura norteamericana: / su tendencia a la guerra fuera de su Nación») y la
vida urbana («La urbe es un teatro, la vida una comedia»). Delante, el poeta
Rosales («El viejo hablaba pétalo a pétalo, / hablaba convirtiendo la palabra
en semilla»); en la evocación, la memoria «…de Federico / el símbolo de todas
las víctimas, tan tuyas». La segunda parte —la vivencia— es una extensa poética
escrita a tres voces (Lorca, Rosales y el poeta) con acentos póstumos: «deserté
de la muerte / donde estuve», en su triple interpretación, la eternidad de
Lorca, el «derrame» de Rosales y la escritura poética.
La tercera parte reúne los
versos que emergen desde las personalidades de Lorca y de Rosales. No se trata,
sin embargo, de meros pastiches literarios, sino que se plantea temáticamente
como una experiencia de auténtica alteridad, es decir, de encarnación del otro.
Antonio Hernández escribe los poemas que sus maestros hubieran escritos
«después de muertos», sobre su propia muerte y destino. Plantea este capítulo final
una resurrección constante de la poesía, ya sea considerada como ave fénix del
que emerge la vida a través de las palabras, ya sea —como señala el motivo
recurrente del niño «Frente al portal de Belén de Granada»— la concepción de la memoria con un valor
cíclico, que vuelve siempre para engendrar vida.
El Ciervo nº 743 Agosto-Octubre, 2013
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