Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

domingo, 28 de octubre de 2018

La construcción de la belleza en Alejandro Duque Amusco



A LA ILUSIÓN FINAL, de Alejando Duque Amusco
Renacimiento, Sevilla, 2008

En El sol en Sagitario (1978), Alejando Duque Amusco (1949) dejó escritos unos versos proféticos que han irradiado sobre los libros posteriores: «El mundo para mí es expresión insólita. / No comprendo su tráfago confuso / sino cuando mi verbo / desnudo / lo clarifica y hace luz». Los tres primeros poemas de A la ilusión final enmarcan, treinta años después, los mismos conceptos que latían en aquella poética inicial: palabra, belleza y realidad. En torno a estos tres polos del conocimiento poético Duque Amusco ha construido una obra diáfana, paciente, de extraordinaria pureza y cohesión.
    Si en sus primeros títulos la reflexión sobre el carácter verbal de este conocimiento era el que cobraba protagonismo —«El futuro / es un libro / de hielo» escribía en 1983—, en los más recientes el poeta ha desviado su mirada hacia el «mundo». «Realidad» se titilaba el primer poema de Donde rompe la noche (1994) e idéntico lema encabeza ahora la sección central del nuevo libro. Si en el poema ya había dejado claro el carácter abrumador de la realidad: «torbellino que ocupa / lo lleno y lo vacío», la sección de A la ilusión final la caracteriza como lo inalcanzable, indiferente, desconocido, inexistente, utópico e irreal... «la advenida realidad / que nunca será nuestra». O, en otro poema, la «Espera de un mediodía absoluto / que nunca será nuestro». Quizá convenga recordar la crisis de la percepción de la realidad que aparece en el barroco y, sobre todo, la fábula ideada por Calderón de la Barca para mostrarla en La vida es sueño: la imposibilidad de Segismundo para discernir cuál es la experiencia verdadera, la de la torre oscura o la del palacio luminoso: «realidad e irrealidad se funden e intercambian». O: «te dimos nombre, irreal realidad».
    El estilo ajeno al realismo de Duque Amusco («Y lo real que vemos y sentimos / como experiencia de lo cotidiano / se vuelve al fin una desilusión»), sitúa el conflicto en un nivel abstracto: el de la percepción de la vida. Hay poemas, sin embargo, donde la realidad ha entrado de modo más vital: los que hablan de su niñez en Zufre. «Cuando vivíamos desprendidos de todo...» —así empieza «Zufre», en 1983—, al que se puede sumar el tono dominante en Sueño en el fuego (1989), o «Campos quemados» en el último libro: «Junto al nogal, sentí mi vida / en cada hoja / arrebatada». Un poema de 1983 lo evoca con lucidez: «Cuando digo “eucalipto”, / “caballo”, adelfa”... vuelve / el sol; en la casa / del verano / hay un niño dormido». Junto a esta realidad vivida, algunos poemas apuntan hacia un desvío, un desdoblamiento incluso: «Perdí mi estrella / y confundí el camino», o «adivino caminos / por donde nunca estuve». Aquel paradigma calderoniano entre la luz y la tiniebla como imágenes superpuestas de la realidad adquiere sentido en torno a la experiencia de la niñez perdida en el sur y «Un penoso camino, / de error en error». Y es en este punto donde Duque Amusco, como hiciera Segismundo, interroga directamente a la esencia del vivir: «nombres, rostros, figuras, / fechas, ciudades, años y paisajes / de sombra. / ¿Existieron? / ¿O fueron el destino del vacío / y las informes máscaras del tiempo?»
    Esta expresión agónica del conocimiento del mundo y de sí mismo, que tan bien identifica al sujeto contemporáneo y su conflicto con la aspiración a vivir lo irreal como real, convoca dos de los conceptos esenciales de esta poética —palabra, realidad—, pero A la ilusión final guarda una sorpresa: la sección última, homónima, dedicada al tercer elemento: la belleza, lo que nos trasciende, encarnado ahora en el arte, la danza, la música... la poesía.

[El Ciervo nº 694. Enero de 2009]

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