Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

lunes, 22 de noviembre de 2021

Musa antipetrarquista | «Mecánica», de Vicente Luis Mora


 

  



Antes de que Vicente Luis Mora (1970) decidiera empezar a escribir Mecánica (Hiperión, 2021), otro poeta, natural también de Córdoba, había tenido una idea parecida. Fue Juan de Mena (1411-1456), quien en el siglo XV creyó en la poesía como vehículo idóneo para reflejar la mecánica del mundo representada en «muy grandes tres ruedas: / las dos eran firmes, inmotas y quedas, / mas la de en medio voltar no cesava». Es decir, soñó una poesía capaz de reflejar las «ruedas» quietas, el pasado y el futuro, pero sobre todo la rueda central, la que no se detenía, el presente. Una apertura del campo de visión poético sin sombras ni restricciones («el mundo me vido que andava mirando»), que en el siglo siguiente el petrarquismo se encargó de volver a cerrar drásticamente en las angosturas del sentimiento amoroso. Hay en Mecánica un espíritu de percepción y de comprensión del mundo que no solo parece afianzarse en la voluntad de presente de Juan de Mena, sino que parece dispuesto también a desacreditar los acordes garcilasistas que lo desacreditaron.

         Mecánica combina formas métricas disímiles (poemas breves y extensos; en verso y en prosa; formando caligramas, tiradas o estrofas; con versos de arte menor y versículos, unos medidos, otros amétricos; creaciones propias y collages poéticos de textos ajenos…). Una clara voluntad de heterogenia que posiblemente evoque la habitual percepción del presente en las ciudades, fábricas, autopistas… Tampoco parece que se haya buscado una calidad poética uniforme. Destacan varios poemas espléndidos, de antología de época («Creación de ruinas», «Virginia sale al jardín», «La plaza»…), otros poemas notables y también algunos de tono menor, que parecen prescindibles, pero cuyo propósito compositivo aparece diáfano: la vivencia del tiempo en el presente alterna la excelencia con el aburrimiento, igual que su pensamiento es simbiosis de la más alta cultura con la más trivial cultura de masas.

En contraste con lo desigual de las apariencias —las formas, los referentes—, el libro de Vicente Luis Mora está construido a partir una serie de ideas sobre la poética, perfectamente argumentadas y estructuradas, que proporciona a lo irregular de la percepción sensorial una extraordinaria solidez conceptual. Algunas de estas ideas ponen en cuestión lo efímero de nociones que la poesía ha considerado, desde hace siglos, inmarcesibles. Vale la pena detenerse en estas nuevas concepciones. En su epicentro, y en el del libro, estalla una ideal medular: el darle la vuelta del revés a la comprensión antropocentrista de lo percibido: «Es el mundo la flecha. / Nosotros, la diana». No son los seres humanos quienes desvelan cuanto ocurre, sino solo lo que le interesa que se perciba a lo que ocurre. La poesía no es la voz de los protagonistas, sino la de las comparsas. Cuando Virginia Woolf sale a su jardín comprende que «…basta posar una sandalia / sobre la grama fresca para entender / que es el jardín el que me percibe a mí». A partir de esta certidumbre, la poesía solo se puede escribir al revés de como se ha escrito. Y no otro es el propósito de Mecánica.

En encadenamiento con esta idea basal, surgen otras. La más feraz en el libro es la soledad —«ridiculez» podría ser término más exacto— del yo ante la naturaleza sentida como un cosmos autónomo de una dimensión tal que aplasta cualquier concepción de lo humano. Un cosmos micro inasumible —«Conforman mi cuerpo / 37 billones / de células»—, y un cosmos macro, el universo, cuyo conocimiento parte de presupuestos que impiden cualquier conocimiento —«La Tierra / nunca ha pasado dos veces / por el mismo lugar».

A partir de estos dos pilares en la teoría de la percepción de Mecánica, múltiples ideas van apareciendo en una estructura que parece más de fractal que geométrica (de ahí la diversidad y cualidad irregular de las formas, breves y extensas o rotundas y débiles). Algunas implican una revisión de lo percibido. Así el poema «Rosa electrónica» contempla, en lugar de los múltiples atributos simbólicos de la flor, su contingencia biológica («pero por un instante puedo ver / su electricidad de clorofila») y su realidad matemática («Su proporción numérica de pétalos»). O la espléndida descripción de «La plaza» a través de su dimensión numérica: «cada cinco segundos pasa alguien…».

Ciertas ideas desarrolladas de manera fractal desde la teoría de la percepción tienen que ver con la propia escritura de la poesía, en cuya concepción ocurre la misma inversión de la mirada. El poeta, cuyo yo queda diluido entre los diversos cosmos que lo constituyen —incluidos los cosmos interiores, como sugiere, oportuno, «El cielo interior»— desvía los ojos de lo inaprensible para tratar de comprender lo mecánico de la escritura («Este fragmento está redactado / con la mano recta y blanda, / y se nota»), lo que en realidad se ve cuando se está mirando («… la mirada, / para llegar al paisaje del fondo, / atraviesa: aire | cristal | aire») y, sobre todo, para intentar capturar el pensamiento en el instante de ser pensado. No para convertir el pensamiento que se mira a sí mismo en endogámico, sino para todo lo contrario: «Persigo un pensamiento / diferente».

La diferencia del pensamiento poético que propone Mecánica resulta diáfana si se contrasta con el paradigma, concebido como inmutable, de la poesía renacentista-romántica: la omnipotencia del lirismo como exaltación máxima del yo, una naturaleza subyugada a ser reflejo de ese ensimismamiento y la armonía como principio germinador de las formas. El propósito de Mecánica se dibuja con claridad: destruirlo. Demoler las paredes del palacio de la versificación para recuperar un instrumento poético, el viejo sueño de Juan de Mena, capaz de comprender lo que de voltar no cesava, y capaz de integrar un presente que no excluya ninguno de sus saberes adquiridos en el camino de la progresiva incomprensión del yo, la auténtica obsesión de fondo del libro de Vicente Luis Mora. 

[Inédito]

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