Cuaderno de crítica literaria | José Ángel Cilleruelo

miércoles, 22 de marzo de 2017

Narración oral y novela en «El Doctor Harpo»


Rafael Pérez Estrada, según repiten con entusiasmo cuantos le conocieron, fue un extraordinario narrador oral: en su evocación cualquier anécdota trivial, la mayoría recolectada por él mismo tanto en su despacho de abogado como en su infatigable vivir la ciudad —y el mundo—, se convertía con facilidad en un cuento de hadas o en el más hilarante relato. Ojalá, se oye decir, hubiera dejado por escrito cuanto contó a quienes tuvieron la fortuna de conocerle. Es ésta una reflexión muy humana, a todos nos gusta preservar del tiempo lo que nos ha emocionado. Rafael Pérez Estrada, profundo conocedor de la intimidad de los géneros literarios, era sin embargo absolutamente consciente de que la terrible belleza de la narración oral reside en su carácter efímero: su magia acompaña el tiempo del ser humano; como éste, es mortal.
   Este don narrativo que manifestó con talento nuestro poeta en su conversación también se puede rastrear en su obra literaria, sobre todo en dos aspectos. En primer lugar, la imaginación pura que su poesía persiguió le aconsejaba despreciar lo espisódico de las narraciones orales, pues de conservarlo tal vez le hubiera acercado al escritor costumbrista que siempre evitó ser, pero le permitía mantener la condición narrativa de la escritura. Esta narratividad sin materia narrada, o mejor, esta narratividad en el dibujo de la metáfora —único aliciente de nuestro escritor—, fue una de sus características más notables. 
   Ahora bien, en el curso temporal de la obra literaria de Pérez Estrada, entre 1968 y 2000, hubo dos momentos en que su escritura fue decididamente narrativa y mantuvo una relación estrecha con la narración oral: en su primer libro y en sus dos últimas novelas. De esta forma lo narrativo traza un círculo sobre el conjunto de su obra, pues el ciclo novelístico final, que incluye La extranjera (1999) y Doctor Harpo (2002), regresa al mundo mítico de los personajes de su infancia, apuntado en las breves narraciones de Valle de los Galanes (1968), donde la época se recreaba con una mirada irónica, festiva, colorista y teatral, absolutamente ajena al tono apesadumbrado que predominó en la posguerra: «Tía Leonor, dama de alto copete y tacón bajo, pasó su soleada infancia en Filipinas, eso explica, tal vez, los rasgos de tagalos de sus nietos...» 
   Las narraciones iniciales y el ciclo narrativo final mantuvieron, se ha afirmado, una relación estrecha con la narración oral. Es necesario ahora matizar esta apreciación: la ritmo oral de la narración en las novelas, sobre todo en Doctor Harpo, es perceptible —cuantos conocieron a Rafael Pérez Estrada escucharán su voz grabada en el interior de cada una de las frases—, pero esta es una impresión únicamente subjetiva. En su concepción literaria, ambos ciclos narrativos, el inicial y el final, mantienen una distancia consciente con la oralidad, pues también en el relato rige la aversión costumbrista –propiedad de lo oral- y lo narrado pasa por el tamiz de la imaginación mítica del autor. Asimismo la verosimilitud es diferente en la escritura y en la conversación: el propio Pérez Estrada confesaba que a la hora de redactar anécdotas reales, sin duda aquellas que también contaba ante sus amigos, el novelista se veía obligado a matizarlas, a quitarles hierro. Y es que la realidad con frecuencia no es en absoluto verosímil. 
   Doctor Harpo, concluida el 28 de enero del 2000 y publicada en 2002 con carácter póstumo, se inscribe en el marco espaciotemporal que inauguraba La extranjera: un lugar mítico, el Peñón del Cuervo, en una época etérea, donde una lejana dictadura va poniendo acentos sórdidos a una exhuberancia vital y a una efervescencia imaginativa y verbal que sin ningún género de dudas simboliza la visión que del mundo tuvo, e impuso sobre la historia y las circunstancias, el escritor Rafael Pérez Estrada.

[La Opinión de Málaga, 13 de febrero de 2002]

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